viernes, 9 de diciembre de 2016

LA FELICIDAD

“Hace un año que yo tuve una ilusión” comienza la letra de aquella vieja canción de Antonio Aguilar que, en el primer verso de su segunda estrofa, sentencia que “ese tiempo feliz no volverá”.
Se equivocó y se seguirá equivocado porque las ilusiones, por lo menos alguna de ellas, se renuevan periódicamente.
La de que a uno le toque el gordo de la lotería de Navidad para, con el dinero del premio, satisfacer esa ilusión etérea de comprar con dinero la felicidad.
Si así fuera, todos los ricos serían más felices cuanto más dinero tuvieran y desgraciados todos los pobres, cuanto de menos dinero dispusieran.
Si como parece es verdad porque cuanta más gente coincide democráticamente en que algo es tan cierto como el número de gente crea que lo es, aquí hay que ser rico y para conseguir ese objetivo supremo merece la pena emplear todos los recursos disponibles.
Así que, si un concejal de obras públicas de un ayuntamiento ha fijado como su objetivo vital ser feliz haciéndose rico, ¿cómo se le puede objetar que acepte mordidas que lo acerquen cada vez más a la felicidad?
¿Se puede obligar al antedicho concejal a que se consuele de su pobreza relativa comparándola con la penuria mayor del que se alimenta de las hierbas que él mismo  desprecia?
Como es mentira que todos los humanos somos iguales hay que aceptar que, al ser todos diferentes, todos somos libres de buscar su propio camino para alcanzar su propia felicidad.
Si la perfección estuviera al alcance del hombre, la humanidad debería fraccionarse en dos únicos grupos: el de los sádicos y el de los masoquistas.

Que los primeros sean felices maltratando a los segundos, y así todos contentos. 

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