“Hace un año
que yo tuve una ilusión” comienza la letra de aquella vieja canción de Antonio
Aguilar que, en el primer verso de su segunda estrofa, sentencia que “ese
tiempo feliz no volverá”.
Se equivocó y
se seguirá equivocado porque las ilusiones, por lo menos alguna de ellas, se
renuevan periódicamente.
La de que a uno
le toque el gordo de la lotería de Navidad para, con el dinero del premio,
satisfacer esa ilusión etérea de comprar con dinero la felicidad.
Si así fuera,
todos los ricos serían más felices cuanto más dinero tuvieran y desgraciados
todos los pobres, cuanto de menos dinero dispusieran.
Si como parece
es verdad porque cuanta más gente coincide democráticamente en que algo es tan
cierto como el número de gente crea que lo es, aquí hay que ser rico y para
conseguir ese objetivo supremo merece la pena emplear todos los recursos
disponibles.
Así que, si un
concejal de obras públicas de un ayuntamiento ha fijado como su objetivo vital
ser feliz haciéndose rico, ¿cómo se le puede objetar que acepte mordidas que lo
acerquen cada vez más a la felicidad?
¿Se puede
obligar al antedicho concejal a que se consuele de su pobreza relativa
comparándola con la penuria mayor del que se alimenta de las hierbas que él
mismo desprecia?
Como es mentira
que todos los humanos somos iguales hay que aceptar que, al ser todos
diferentes, todos somos libres de buscar su propio camino para alcanzar su
propia felicidad.
Si la
perfección estuviera al alcance del hombre, la humanidad debería fraccionarse
en dos únicos grupos: el de los sádicos y el de los masoquistas.
Que los
primeros sean felices maltratando a los segundos, y así todos contentos.
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