Es cierto que la boca del ingenuo habla de lo que abunda en su corazón pero, como los cándidos escasean más que los créditos bancarios, parece todavía más cierto que solemos presumir de lo que carecemos.
Por eso, y aunque no sea el pueblo el que gobierne sino contra el que se gobierna, la palabra democracia se ha fijado en los labios del pueblo como el rouge en los de una cupletista.
Aparte de pagar impuestos, multas y otras gabelas, ¿qué otra participación tiene el pueblo en el gobierno de la nación?
Se supone que la democracia es algo más que echar periódicamente un papel en una urna para escoger entre candidatos en cuya selección no se ha tenido arte ni parte.
El pueblo gobernaría de verdad si pudiera decidir el destino que los gobernantes dan al dinero que le extraen para que contribuya a mantener la onerosa carga del Estado.
Si se quiere una democracia real, transformemos la utópica actual de votantes en una racional de contribuyentes.
Medios hay para hacerlo, si quienes mandan permitieran que cada ciudadano se beneficiara de los servicios por los que quiera contribuir a los gastos del Estado, y renunciar a pagar servicios que no necesite o de los que no quiera disfrutar.
¿Estamos dispuestos a aumentar los gastos de elevar a siete mil los 3.000 militares actualmente destinados a conflictos en el extranjero, como blanco de armas contra las que les han prohibido usar las suyas?
El que estuviera dispuesto, que pague por ello y, al que no, que se le exima de costear ese servicio.
¿Quiero que parte del dinero que me detraen se gaste en pagar cuatro mil millones de pesetas por pintar el techo de un salón en el que no voy a sentarme, ni siquiera a ver?
Si alguien tiene ese capricho, que lo pague y, a lo demás, que se le deje ese dinero para que, si quieren, se lo gasten en tabaco.
¿Me parece bien que parte del dinero que gano trabajando se le done al cacique corrupto de un país remoto para que se compre una villa en la Costa Azul?
Los filántropos que quieran, que paguen esa filantropía y, los demás, que se gasten ese dinero en sus propios vicios y no en los de otro.
¿Por qué tienen que contribuir con sus dineros los maleducados que no necesitan costosas campañas de educación ciudadana, con las que no están de acuerdo?
¿Y por qué no subvencionan con su propio dinero, y no con el de todos, el derecho de los que quieren aprender una lengua resucitada artificialmente?
Además de la, a veces ineficaz representación del Estado en el extranjero, ¿por qué tienen que pagar la representación exterior de una comunidad autónoma los que no viven en ella?
Eso de que se paga con dinero de esa comunidad no es serio porque, ¿de qué servicio de los generales del Estado privan a los de esa comunidad para, en su lugar, pagar la enseñanza de un idioma y costear una representación exterior adicional?
Ordenadores y tecnología sobran para hacer de ésta una democracia de contribuyentes, que puedan decidir los servicios que del Estado esperan y que paguen por recibirlos.
Naturalmente, no se les permitirá alardear de haber patrocinado obras de arte, de redimir con la democracia parlamentaria a quienes la repudian, ni de contribuir a la sosegada meditación, lejos de su atribulada tierra, de caciques responsables de las tribulaciones de sus compatriotas.
Ese se parecería más que el actual a un Gobierno del pueblo por el Pueblo: igualdad de derechos para todos, y libertad de todos para renunciar a derechos que no les interesen.
Libertad e igualdad, dos de las tres patas del banco en que se asienta la democracia. La fraternidad, la tercera pata, es una entelequia solo apta para bautizar una ONG.
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