En el aniversario del inicio del colosal espectáculo montado por Adolf Hitler y Josef Stalin, conocido después por segunda guerra mundial, permítase a un belicista descartado por inútil total del ejército acaudillado por el temerario comandante de batallón Francisco Franco, abogar por la guerra.
Aunque sin saberlo, más de media humanidad comparte el arrebato emocional y estético de este guerrero frustrado: son los millones de espectadores que pagan por asistir cada semana al simulacro bélico que es un partido de fútbol.
Se resignan a disfrutar del espectáculo deportivo, que es un simulacro de guerra, como los diabéticos nos contentamos con la sacarina, sucedáneo del azúcar.
No me resisto a citar al prusiano Karl Von Clausewitz, ilustre antecesor de Josep Guardiola, que definió la guerra como continuidad de la política por otros medios.
¿No es el madridismo antibarcelonismo y el barcelonismo antimadridismo? ¿no hay una contienda feroz y latente entre esas dos ciudades, que se expresa en la rivalidad de sus clubes?
Ese simulacro de guerra es casi siempre menos sangriento que el conflicto armado, pero no mucho más barato.
¿Cuántos esclavos recién importados de África habrían podido comprar en el mercado de Richmond hace 160 años los dueños de las plantaciones del Camp Nou y del Bernabeu si se hubieran presentado con los 450 millones de dólares que se han gastado este año en el mercado de futbolistas?
El más fornido y sano esclavo no costaba en Richmond más de 1.200 dólares, equivalente al precio de una finca de 400 hectáreas al este del Mississipi.
Guerra y deporte comercial son espectáculos parecidos pero no iguales, porque al segundo le falta la grandiosidad épica con que lo cantan quienes lo relatan y los cronistas deportivos no se parecen nada a Mijail Koltsov o Edward Murrow.
Puede que, además, ya no se fabriquen corresponsales de guerra como los de antes. Vean: “Nos despertaron unas explosiones y disparos. Nos levantamos rápidamente y tomamos los fusiles. En la calle, Jiménez y yo avanzamos a saltos”
El narrador es un periodista comprometido, de los que les gustan a los de izquierda. Jiménez se llamaba realmente Orge-Glinoedski, naturalmente militar ruso. El periodista comprometido no era otro que Mijail Koltzov, nacido Mijail Friedliand, que bajo la cobertura de enviado especial de Pravda, entró en España de matute en uno de los aviones que el camarada Malraux despachaba para ayudar a los republicanos.
Koltzov sí que era un corresponsal de guerra, y no los de ahora: en sus primeros diez días lo recibieron y aconsejó a los jefes políticos y militares de Barcelona, al presidente Giral, a la Pasionaria, a Durruti, y tuvo tiempo de evaluar la amenaza que para Stalin eran los trotskistas españoles, pegó unos tiros y envió una docena de crónicas.
Que aprendan y no lo imiten los corresponsales de guerra de ahora porque, como casi la mitad de los rusos destacados de su época, Koltzov fue detenido en 1938 y fusilado por orden de Stalin en 1942.
Se escapó de las pérfidas balas fascistas en España, pero al clarividente Stalin no le dio gato por liebre y pago con la vida su actividad antipartido
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