No son más que marionetas que ejecutan disciplinadamente lo que les mandan los que manejan el guiñol porque, si los apuestos caballeros y las agraciadas damas que aplaudían o protestaban con espontánea docilidad en el Congreso de los Diputados lo hubieran hecho por propio impulso, no lo hubiéramos creído.
¿Cómo es posible que el entusiasmo de los aplausos rompa el monótono recitado de frías cifras leídas por la encantadora vicepresidenta segunda del gobierno?
¿Cómo puede recomendarse o alardear de austeridad en una demostración de derroche de talento, tiempo y dinero como el debate del Proyecto de Ley de Presupuestos?
Porque los 350 congregados sabían, al entrar por la puerta del Palacio del Congreso de los Diputados que, oyeran lo que oyeran, votarían lo que les mandara su jefe político.
A damas y caballeros de irreprochable formación intelectual y moral como los Diputados hay que suponerles capacidad de criterio autónomo, no coincidente siempre y en todos los asuntos con el que proponga su partido.
Si los guiara su conciencia y el interés de sus electores, contrario a veces a lo que el partido propone, votarían ocasionalmente rompiendo la disciplina colectiva.
¿Para qué reunirse, entonces, y hacer el paripé de que la fuerza de los argumentos que esgriman puede convencer a quienes cobran por obedecer sin discusión al que los metió en la lista que les permite cobrar su sueldo?
Treinta y un años de experiencia parlamentaria demuestran que los diputados no deben lealtad a los votantes, sino a la burocracia del partido que los colocó en un puesto de la lista electoral con garantías de ser electos.
El Congreso de los Diputados, en sesiones como la del martes, se muestra como lo que es realmente, un escenario lujoso para representaciones televisadas carentes hasta del recurso imprescindible en el teatro: el misterio del final.
Si éstos paniaguados del sucedáneo de democracia que padecemos siguen abusando de espectáculos manidos como el del martes, nos van a meter en un lío tremendo a los españoles, mucho peor que el de la dictadura que tantos años padecimos.
En la Dictadura, por lo menos, los españoles tenían la esperanza de que, una vez terminada, llegaría la era de prosperidad, libertad y respeto que aportaría la democracia.
Cuando ésta democracia de obediencia ciega al dictador de cada partido se agote, ¿en qué sistema político depositarán los españoles su esperanza?
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