Que todos los hombres son iguales es, como otros dogmas políticamente correctos, verdad de muchos que no consuela más que a quien teme o sabe que es menos que los demás.
Hasta el carbonero más crédulo debería extrañarse de que, siendo todos diferentes, seamos todos iguales.
Pero hay que ser suspicaz patológico para desafiar la tiranía del igualitarismo imperante y dudar de esa afirmación abstracta, sin pruebas irrefutables de su falacia.
La prueba se ha hecho esperar pero, afortunadamente, ha llegado.
En una transacción comercial tradicional, en la que el valor de lo que se vende lo fija el que está interesado en su compra, se va a pagar la libertad de un solo hombre con la de 980.
Si todos ,los hombre fueran iguales, el Estado de Israel pondría en libertad a un solo palestino, y no a 980, a cambio de que la organización terrorista palestina Hamás suelte al soldado israelí Guillad Shalit, al que retiene desde hace más de 1.250 días.
Seguramente habrá sido una tasación ecuánime porque árabes e israelíes—antiguamente conocidos por judíos—comparten fama bien merecida de habilidad para el comercio y el regateo.
La noticia del acuerdo entre el tribunal supremo israelí y Hamás para el intercambio de presos, si repercute como debiera y se usa en adelante como norma, puede revolucionar la filosofía política y las relaciones humanas.
Si los hombres no valen lo mismo y son diferentes, ¿por qué deben gozar de los mismos derechos y soportar las mismas obligaciones?
¿Qué baremo debe aplicarse para encuadrar en castas y clases diferenciadas a los humanos?
Llevado a sus últimas consecuencias, el ejemplo palestino-israelí significará el principio de una nueva sociedad racionalmente desigualitaria que, posiblemente, será tan injusta como la actual, pero mucho más acorde con la realidad.
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