Negarse a trabajar para no perder el trabajo era algo que, con huelga general o sin ella, Ramón Pichaymedia no entendía.
--Es que una ley del gobierno—los aleccionó El Ditero-- va a permitir que los empresarios despidan a más trabajadores por menos dinero.
Tampoco comprendía Ramón que los sindicatos hicieran pagar a los empresarios los daños que temían por una ley que no habían impulsado las organizaciones patronales, sino el gobierno.
Como cada vez que agotaban sus habilidades dialécticas sin consensuar las discrepancias, pidieron a Salomón Cabeza Sagaz que arbitrara en sus diferencias y los iluminara con su sabiduría.
Y accedió Alfonso Décimo, como apodaban algunos envidiosos a Salomón.
--Los conflictos entre empresarios y trabajadores,-- pontificó después de apurar el contenido de su copa de manzanilla—los origina la ley que regula sus relaciones, porque no se basa en la reciprocidad.
--¿Y eso qué es?—preguntaron simultáneamente El Ditero y Ramón, coincidiendo por una vez.
--No hablo del salario pactado como compensación por un servicio convenido, sino de la reciprocidad como eje inspirador del intercambio de habilidades entre individuos aparentemente antagónicos pero cuya complementación es indispensable para que los dos consigan lo que necesitan.
Se miraron asombrados Ramón y El Ditero.
--Dinos—dijo el segundo—un suponer, para que nos enteremos.
--Por ejemplo—accedió Salomón—la mujer y el hombre.
--O la tuerca—corroboró Ramón Pichaymedia—y el tornillo.
--La falta de reciprocidad entre obreros y empresarios la demuestra—añadió Alfonso Décimo cuando comprobó que los ejemplos concretos habían hecho comprender su teoría conceptual-- que los primeros tienen derecho a la huelga y a los segundos les niegan el derecho a cerrar sus empresas.
Se enzarzaron los contertulios de Salomón en una discusión sobre la obligación de la sociedad de proteger al débil frente al poderoso, a la que Alfonso Décimo asistió impasible hasta que solicitaron nuevamente su arbitraje.
--Todos--terció Alfonso Décimo--somos iguales ante la ley y su aplicación es igual para pobres y ricos. Parece lógico que, si reconoce a los primeros el derecho a negarse a trabajar, debería reconocer a los segundos el derecho a parar las máquinas que les pertenecen.
Antonio El Ditero, escurrido de carnes, asumía instintivamente y por simpatía las demandas de los desfavorecidos.
--Es que la ley reconoce el derecho a la huelga, pero no al cierre patronal.
Ramón “Pichaymedia”, con la audacia de su corpulencia, planteó:
--El mismo derecho del que se niega a trabajar conmigo cuando no quiera hacerlo debería tener yo de negarle trabajar conmigo cuando yo no quiera que lo haga.
--Qué barbaridad,-- repetía El Ditero,--una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
--Y cien pesetas—completó la idea Ramón—son veinte duros.
Salomón mientras sacaba un billete para pagar la convidada, concluyó:
--Y esos son solamente alguno de los inconvenientes de la falta de reciprocidad en la ley de relaciones laborales, culpable de tantos conflictos. Por ejemplo, si un empresario paga menos de lo acordado en el convenio colectivo a sus obreros o los obliga a trabajar más tiempo del convenido, los sindicatos protestan.
Pero si el empresario paga más a sus asalariados o les hace trabajar menos tiempo de lo acordado en el convenio, no protestan sus colegas de la patronal.
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