Comparar
el presente con el pasado es injusto porque la nostalgia distorsiona los
recuerdos y convierte todo lo de antes en mejor que lo de ahora.
Por
eso, los actuales políticos nos parecen enanos frente a la agigantada talla de
los que los antecedieron.
Solo
dos ejemplos:
A don
Estanislao Figueras, primer presidente de la primera república española, (
Febrero-Junio 1873) hasta sus adversarios le reconocían una aguzada
inteligencia, corregida por la infatigable indolencia de su carácter.
En el
último consejo de ministros que presidió, y en vista de las farragosas y
estériles discusiones, exclamó: “Señores, ya no aguanto más. Voy a serles
franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”.
Se
levantó, escribió su carta de dimisión que dejó en su despacho, dijo que se iba
a dar un paseo por el parque de El Retiro, se fue a la cercana estación de
Atocha y cogió un tren del que no se apeó hasta llegar a París.
Otro
paradigma de político eficaz fue el portugués José Pinheiro de Azevedo, el
almirante sin miedo, uno de los impulsores de la lucha contra la dictadura de
Marcelo Caetano.
Nombrado
primer ministro en el período más turbulento de la revolución de los claveles,
uno de los que participaban en una manifestación vociferante lo llamó
“fascista”.
“Vade
a merda”, replicó el almirante sin miedo que se encerró con sus ministros en el
palacio presidencia de Sao Bento y proclamó en huelga al gabinete.
Frente
a esos titanes del servicio público, ¿cómo no van a parecer enanos los actuales
burócratas electos por la masa amorfa de una mayoría de ciudadanos mediocres?
También
tiene culpa el ineficaz sistema de proclamar presidente del gobierno al
representante propuesto por la burocracia de su partido.
El
nuevo presidente, que hasta el día antes de jurar su cargo se había dedicado a
proponer soluciones más sensatas para los problemas nacionales que las del
entonces presidente, una vez en el poder descubre que las propuestas del ahora
líder de la oposición son más idóneas para los asuntos que le toca gestionar
que las suyas propias.
Ese
problema, afortunadamente, tiene una fácil solución: enmendar la constitución
para que, el encargado de formar gobierno sea el representante del partido que
pierda las elecciones y no el del partido que las gane.
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