“On the Beach”, proyectada en España como “La hora final”, es una película sobre el último núcleo de población del planeta, que aguarda en Australia la llegada de la nube radioactiva exterminadora, provocada por una guerra nuclear en el hemisferio norte.
Es la
historia de las consecuencias de una catástrofe provocada por un error que, al
no haberse evitado en su momento, es imposible detener o paliar sus
consecuencias.
El
mensaje “todavía estamos a tiempo, hermanos”, escrito en una pancarta y con el
que termina la película, es una
advertencia inútil a los que provocaron el error que les costó la vida que
acabó con la humanidad.
Como
con la guerra nuclear, y aunque con consecuencias menos trágicas, ocurre con
decisiones precipitadas adoptadas para solucionar problemas inmediatos, sin
tener en cuenta las consecuencias irremediables que desencadenarían.
Me
refiero a la Constitución
española de 1978, al título octavo de ese documento y al desarrollo del “café
para todos” del reparto del poder con las autonomías que consagraba.
Si el
gobierno no hubiera extendido a 18 la costosa maquinaria política y
burocrática, que entonces solo pedían Cataluña y las provincias vascongadas,
España podría haber sido un país viable.
Se le
planteaba al gobernante de aquél tiempo un dilema: si accediera a que solamente
las dos regiones que lo pedían alcanzaran la autonomía, parecería una cesión
del gobierno central forzado por las demandas de Cataluña y el País Vasco.
Pero,
si la autonomía se extendiera a todas las regiones, vascos y catalanes serían
como todos y no se considerarían diferentes.
Era
inevitable que todos los gobiernos autonómicos generarían una casta política
propia, usufructuaria de los beneficios del reparto de los presupuestos y de
los honores y prebendas consiguientes.
Hasta
las regiones que iniciaron a regañadientes el experimento autonómico son ahora
partidarias acérrimas de continuarlo y profundizarlo.
Los ha
convencido el estimulante sabor adictivo de mandar, que antes de entrar en
política creían ajeno.
“La hora final” termina con la secuencia de
una manifestación contra quienes cometieron el error que desencadenó el
cataclismo.
Es un
anacronismo aconsejar prudencia a los que ya pagaron con sus vidas el error de
iniciar la catástrofe nuclear cuyo desenlace narra la película.
Era un
consejo anacrónico para los de la catástrofe de ficción, pero oportuno para los
científicos y políticos de la Unión
Soviética y Estados Unidos enfrascados en 1960, año de
estreno de “On the beach”, en una imparable competición por dotarse de armas
más mortíferas y potentes que las del adversario.
Un
sentimiento universal equivalente al del mensaje de la pancarta se extendió por
todo el mundo y desembocó en acuerdos para controlar y limitar las armas
nucleares.
Más
difícil parece neutralizar los efectos de la nube letal del despilfarro español
y que se cierne sobre el futuro del país por los errores de quienes, para
sortear el trance de la transición a un
régimen que sucediera al de Franco, embrollaron a largo plazo el problema
inmediato de la salida de la dictadura.
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