Ni
el titular del cargo ni su correturnos habían dado la voz de alarma y la agria
disputa sobre el responsable se saldó con el acuerdo que forzó el patriarca de
la familia más numerosa para que contrataran a su hijo mayor, un haragán de 30
años al que la madre tenía que dar de comer para que no se cansara al levantar
la cuchara, como Jefe del “Servicio de observadores, escuchantes y alarma de la
comunidad” (soeyac).
El
descontento entre los miembros de la familia que quedó en minoría en el goce de
las prebendas del incipiente Estado brotó como la hierba después de la lluvia,
se exacerbó con el aire de mandamases de la familia más numerosa y finalmente
desembocó en la primera guerra civil: los agraviados, con nocturnidad y sin
previo aviso, asesinaron mientras dormían a más de la mitad de los varones de
la familia mayoritaria.
En
la dictadura que los vencedores asesinos establecieron sometieron a los varones
enemigos supervivientes a esclavitud y a las hembras al concubinato, lo que
unas aceptaron con curiosidad, otras con resignación y las demás con alivio por
librarse de sus parejas.
Fue
una dictadura totalitaria que no admitía discrepancias ni necesitó ejecutar a
ningún disidente porque nadie se atrevía a disentir. La producción de bienes de
consumo, su distribución y reparto se nacionalizó. Es decir, que el dictador
mandaba lo que había que hacer, quien debía hacer cada cosa y lo que a cada uno
había que darle.
Si
hubieran existido ya indicadores ponderados del bienestar, habría que calificar
de éxito aquella primera dictadura: aumentó cada año el número de corderos
nacidos, el de frutos recogidos y el de niños traídos al mundo.
Había
una mujer albina entre los habitantes predominantemente morenos de la llanura
que, además de ejercer de partera, hacía cocciones medicinales y se decía que
hablaba con los espíritus.
El
dictador le preguntó por qué habían aumentado los nacimientos si el número de
varones había disminuido.
“Porque
en la variedad”, le replicó crípticamente la bruja—“esta el gusto”.
Es
difícil calcular cuánto duró la aceptación por los gobernados de aquél sistema
de gobierno, porque faltaban siglos para
que el tiempo se midiera en dias, semanas, meses y años.
El
cambio más significativo fue la muerte de la bruja albina, cuyas funciones
heredó una nieta suya de rostro en cuyas mejillas se formaban hoyuelos al
sonreír, esbelta, de curvas voluptuosas, genio alegre y dispuesto a hacer
favores.
La
popularidad de aquella bruja embrujadora crecía al mismo ritmo que el dictador
envejecía y se hacía avinagrado y caprichoso su carácter.
Imperceptiblemente
al principio y más abiertamente con el paso del tiempo, se percibían síntomas
de cambio. En voz baja al principio y abiertamente después empezaba a
pronosticarse el fin de la dictadura, el cambio solamente de la persona del
dictador y hasta que gobernaría alguien
a quien todos apoyaran.
Solo coincidían todos en que
la bruja joven era eficaz, amable y. además, estaba muy buena.
El
apaño para que un miembro de cada familia viviera del Estado calmó por un
tiempo el descontento, que rebrotó violentamente cuando el sistema de
escuchantes falló: se descubrió una mañana una mancha de sangre y, tras el
recuento, se echó en falta un cordero.
Ni
el titular del cargo ni su correturnos habían dado la voz de alarma y la agria
disputa sobre el responsable se saldó con el acuerdo que forzó el patriarca de
la familia más numerosa para que contrataran a su hijo mayor, un haragán de 30
años al que la madre tenía que dar de comer para que no se cansara al levantar
la cuchara, como Jefe del “Servicio de observadores, escuchantes y alarma de la
comunidad” (soeyac).
El
descontento entre los miembros de la familia que quedó en minoría en el goce de
las prebendas del incipiente Estado brotó como la hierba después de la lluvia,
se exacerbó con el aire de mandamases de la familia más numerosa y finalmente
desembocó en la primera guerra civil: los agraviados, con nocturnidad y sin
previo aviso, asesinaron mientras dormían a más de la mitad de los varones de
la familia mayoritaria.
En
la dictadura que los vencedores asesinos establecieron sometieron a los varones
enemigos supervivientes a esclavitud y a las hembras al concubinato, lo que
unas aceptaron con curiosidad, otras con resignación y las demás con alivio por
librarse de sus parejas.
Fue
una dictadura totalitaria que no admitía discrepancias ni necesitó ejecutar a
ningún disidente porque nadie se atrevía a disentir. La producción de bienes de
consumo, su distribución y reparto se nacionalizó. Es decir, que el dictador
mandaba lo que había que hacer, quien debía hacer cada cosa y lo que a cada uno
había que darle.
Si
hubieran existido ya indicadores ponderados del bienestar, habría que calificar
de éxito aquella primera dictadura: aumentó cada año el número de corderos
nacidos, el de frutos recogidos y el de niños traídos al mundo.
Había
una mujer albina entre los habitantes predominantemente morenos de la llanura
que, además de ejercer de partera, hacía cocciones medicinales y se decía que
hablaba con los espíritus.
El
dictador le preguntó por qué habían aumentado los nacimientos si el número de
varones había disminuido.
“Porque
en la variedad”, le replicó crípticamente la bruja—“esta el gusto”.
Es
difícil calcular cuánto duró la aceptación por los gobernados de aquél sistema
de gobierno, porque faltaban siglos para
que el tiempo se midiera en dias, semanas, meses y años.
El
cambio más significativo fue la muerte de la bruja albina, cuyas funciones
heredó una nieta suya de rostro en cuyas mejillas se formaban hoyuelos al
sonreír, esbelta, de curvas voluptuosas, genio alegre y dispuesto a hacer
favores.
La
popularidad de aquella bruja embrujadora crecía al mismo ritmo que el dictador
envejecía y se hacía avinagrado y caprichoso su carácter.
Imperceptiblemente
al principio y más abiertamente con el paso del tiempo, se percibían síntomas
de cambio. En voz baja al principio y abiertamente después empezaba a
pronosticarse el fin de la dictadura, el cambio solamente de la persona del
dictador y hasta que gobernaría alguien
a quien todos apoyaran.
Solo coincidían todos en que
la bruja joven era eficaz, amable y. además, estaba muy buena.
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