lunes, 7 de octubre de 2013

DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR- 4- ORDEN Y PROSPERIDAD


Menguaba entre los habitantes de la llanura la autoridad de su viejo dictador tanto como crecía el embrujo de la bruja.
Los años acrecentaban la cara de galápago del cacique y la hechicera había dejado de ser bella para hacerse hermosa: sus suaves curvas se habían hecho esféricas y, con el cambio,  apetecía cada vez más refugiarse en la mullida exhuberancia de sus carnes.
El número de gallinas, corderos, pastores y aduladores que vivían a su sombra crecía, según sus fieles, porque era buena. Los maliciosos creían que era porque estaba buena.
El aspecto del poblado había cambiado y, aunque todavía vivían sus habitantes durante las temporadas de rigor climático en sus viejas cuevas,  habían levantado en la llanura tres docenas de chozas unifamiliares con paredes de ladrillos de greda cocidos en el horno y techos de cañas cortadas del tupido cañaveral en un remanso del río, cubiertas de placas finas de greda cocida.
Además de a criar corderos, los hombres se dedicaban a la caza, a recolectar frutos, legumbres, verduras y tubérculos comestibles qu, como los nabos, rábanos, zanahorias, apio y remolacha, crecían espontáneamente.
Pescaban con nasas hechas con finos tallos de mimbre que, cebadas, lanzaban en un remanso del río y, además, castraban paneles de abejas en huecos de viejos árboles para obtener miel con que regalarse y cera para alumbrarse.
Podría decirse que el sistema de vida de aquél poblado era precursor de la autarquía que implantaron dictadores europeos siglos más tarde: producían lo que consumían y solo consumían lo que producían.
Por lo demás, era imposible que comerciaran porque ningún habitante de la llanura había rebasado la línea del horizonte y ningún forastero demostró interés en saber que existían.
Las reglas para el intercambio doméstico las había establecido al principio de su régimen el viejo dictador, y nunca las había cambiado.
La unidad de trueque era el jornal, y las normas establecían el precio en jornales o sus fracciones de los bienes o servicios intercambiados.
Los tratos, acordados por los interesados en presencia de dos testigos con los que no tuvieran inmediatos lazos de parentesco, eran de obligado cumplimiento y solo al principio tuvo que mandar azotar el dictador a un informal que se negaba a cumplir lo acordado.
La de los habitantes de la llanura era una vida razonablemente plácida. Lo que sabían que necesitaban lo tenían, y lo que tiempos después comprobaron que les era imprescindible, ni siquiera sabían que existiera.
Todavía no se había manifestado en el ser humano la curiosidad por saber lo que desconocía, que tantas tragedias acarreó después a la humanidad.
Los de la llanura eran felices porque nada de lo que no tenían lo deseaban. Como ni siquiera se les había ocurrido pensar en que el mundo se podría extender más allá de la llanura, nadie intentó nunca acercarse a la línea del horizonte, en la que se juntaban cielo y tierra.
De aquella frontera de su mundo llegaron a las vecindades del poblado dos hombres y una mujer. Proferían voces desde cierta distancia de las casas, y hacían señales de saludo con las manos abiertas, en aparente demostración de su propósito pacífico.
Dejaron ostensiblemente en el suelo los largos palos que llevaban y, con gestos amistosos y siempre sonrientes, llegaron hasta los curiosos lugareños.
En las semanas que con ellos convivieron los visitantes, los lugareños intuyeron que no eran turistas, sino comerciantes.

 

No hay comentarios: