Menguaba entre
los habitantes de la llanura la autoridad de su viejo dictador tanto como
crecía el embrujo de la bruja.
Los años
acrecentaban la cara de galápago del cacique y la hechicera había dejado de ser
bella para hacerse hermosa: sus suaves curvas se habían
hecho esféricas y, con el cambio, apetecía cada vez más refugiarse en la mullida
exhuberancia de sus carnes.
El número de
gallinas, corderos, pastores y aduladores que vivían a su sombra crecía, según
sus fieles, porque era buena. Los maliciosos creían que era porque estaba
buena.
El aspecto del
poblado había cambiado y, aunque todavía vivían sus habitantes durante las
temporadas de rigor climático en sus viejas cuevas, habían levantado en la llanura tres docenas
de chozas unifamiliares con paredes de ladrillos de greda cocidos en el horno y
techos de cañas cortadas del tupido cañaveral en un remanso del río, cubiertas
de placas finas de greda cocida.
Además de a criar
corderos, los hombres se dedicaban a la caza, a recolectar frutos, legumbres,
verduras y tubérculos comestibles qu, como los nabos, rábanos, zanahorias, apio
y remolacha, crecían espontáneamente.
Pescaban con
nasas hechas con finos tallos de mimbre que, cebadas, lanzaban en un remanso
del río y, además, castraban paneles de abejas en huecos de viejos árboles para
obtener miel con que regalarse y cera para alumbrarse.
Podría decirse
que el sistema de vida de aquél poblado era precursor de la autarquía que
implantaron dictadores europeos siglos más tarde: producían lo que consumían y
solo consumían lo que producían.
Por lo demás, era
imposible que comerciaran porque ningún habitante de la llanura había rebasado
la línea del horizonte y ningún forastero demostró interés en saber que
existían.
Las reglas para
el intercambio doméstico las había establecido al principio de su régimen el
viejo dictador, y nunca las había cambiado.
La unidad de
trueque era el jornal, y las normas establecían el precio en jornales o sus
fracciones de los bienes o servicios intercambiados.
Los tratos,
acordados por los interesados en presencia de dos testigos con los que no
tuvieran inmediatos lazos de parentesco, eran de obligado cumplimiento y solo
al principio tuvo que mandar azotar el dictador a un informal que se negaba a
cumplir lo acordado.
La de los
habitantes de la llanura era una vida razonablemente plácida. Lo que sabían que
necesitaban lo tenían, y lo que tiempos después comprobaron que les era
imprescindible, ni siquiera sabían que existiera.
Todavía no se
había manifestado en el ser humano la curiosidad por saber lo que desconocía,
que tantas tragedias acarreó después a la humanidad.
Los de la llanura
eran felices porque nada de lo que no tenían lo deseaban. Como ni siquiera se
les había ocurrido pensar en que el mundo se podría extender más allá de la
llanura, nadie intentó nunca acercarse a la línea del horizonte, en la que se
juntaban cielo y tierra.
De aquella
frontera de su mundo llegaron a las vecindades del poblado dos hombres y una
mujer. Proferían voces desde cierta distancia de las casas, y hacían señales de
saludo con las manos abiertas, en aparente demostración de su propósito
pacífico.
Dejaron
ostensiblemente en el suelo los largos palos que llevaban y, con gestos
amistosos y siempre sonrientes, llegaron hasta los curiosos lugareños.
En las semanas
que con ellos convivieron los visitantes, los lugareños intuyeron que no eran
turistas, sino comerciantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario