No se equivocaron los de la
llanura porque, no mucho después, y sin duda incentivados por los bajos precios
que pedían los lugareños por corderos, pieles, queso y miel que se llevaron,
volvieron cargados de chucherías para comerciar.
Bruja y dictador, que eran
los más listos, convocaron con urgencia a todos cuando un vigía aviso que, en
el horizonte, se recortaba la silueta de muchos visitantes.
Aconsejaron a todos que, antes de cerrar un trato sobre el
precio de lo que les quisieran comprar, lo elevaran hasta que los forasteros se
negaran a pagarlo, aunque lo que les quisieran comprar les conviniera venderlo.
Les insistieron también en
que, si los comerciantes forasteros les ofrecieran algo que necesitaran y a un
precio que les pareciera conveniente. no lo hicieran protestando de que era
demasiado caro.
--Y si os piden que les
digáis cuánto estáis dispuestos a pagar, decidles que nada, porque no lo
necesitáis.
--Si os negáis a comprar o
vender por lo que os pidan y ofrezcan, comprareis por casi nada y venderéis por
casi todo, les prometieron.
--“Lo que han traído para
vender no querrán llevárselo de vuelta y perder su negocio.”
--“No compréis”—les advirtió
la bruja—“hasta que solo tengáis que pagar poco menos que nada”.
El consejo de la hechicera y
el cacique, y un error de comerciantes poco avezados de los forasteros, resultó
en un desastre comercial para los forasteros y en negocios inesperadamente
satisfactorios para los lugareños.
Además, al seguir los
consejos de los que mandaban en la aldea, los vecinos hicieron la primera
demostración práctica de lo que, en teoría, se conoció siglos después como la
ley del mercado.
Porque, aunque el precio
justo de una mercancía es el que fija el equilibrio entren oferta y demanda, no
es el precio justo lo que procuran comprador y vendedor en una transacción
comercial, sino el que más convenga a cada uno, que es el que menos conviene al
otro.
Los forasteros, convencidos
de la poca pericia mercantil de los del risco en la visita previa de los
enviados como los viajantes catalanes de paños, se prometían un seguro negocio
gracias al precio desmesurado por el que esperaban vender sus productos.
Desplegaron ostentosamente
todas sus mercancías e incluso se hicieron acompañar de modelos que exhibían
ante las clientas locales atrevidas faldas primorosamente curtidas, que con
movimientos lascivos provocaron la envidia de las compradoras y el rugido
enardecido de sus machos.
Como expertos comerciantes
hasta entonces, los forasteros hicieron que sus modelos lucieran distintos
cosméticos: uno de color verdoso para resaltar los ojos, otro rojo para los
labios y un tercero para a sombrear los párpados eran los más llamativos.
Los destinatarios de aquella
exposición ambulante recorrían los puestos, deseaban o envidiaban a las modelos
y comentaban entre sí las virtudes de las mercancías.
Pero cinco días después de su
inicio, los feriantes no habían vendido ni una escoba.
Resignados al fracaso, vendieron
por lo que los del risco les quisieron pagar y compraron por lo que les
quisieron vender.
Volver sin comprar ni vender
nada era un negocio todavía más ruinoso que comprar más caro y vender más
barato de lo que habían esperado.
Murmurando resignados contra la
tacañería de aquellos compradores que creían inexpertos, uno de ellos advirtió:
“Debemos aprender que el precio de una mercancía no lo fija el que la vende,
sino el que la compra”.
Y os aldeanos aprendieron que la ley que
siglos después fijaría la teoría del precio justo no sirve en la práctica
porque el precio comercial real de toda mercancía es el que el comprador está
dispuesto a pagar.
DESDE
QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.-
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