Los
vecinos debieron considerar tal fracaso su incursión comercial que tardaron
muchos años en volver a la aldea del risco, que había extendido su caserío y
casi llegaba al millar de vecinos.
Cuando
regresaron, además, solo lo hicieron como guías y al servicio de unos extraños,
dos de ellos, con el pecho cubierto por una reluciente piel que después se
quitaron y subidos sobre unos gigantescos animales que golpeaban el suelo con
sus patas delanteras.
Lucían
largas barbas, pero de un color pajizo que nunca habían visto y hablaban a uno
de la aldea vecina en una lengua que no entendieron.
Les
dijo que el más robusto y joven de los extraños era el conde Genarico, nuevo
amo de la región llamada Endenterra, de la que la aldea del Risco era
fronteriza con un marquesado que pertenecía a otro señor.
Tradujo
el intérprete lo que decía el gigante rubio: como en aquella aldea terminaba su
condado, se establecería allí una guarnición para protegerla de posibles
amenazas enemigas y a las órdenes de un representante suyo, un comendador, al
que tendrían que obedecer como si fuera él mismo y que usaría a los soldados de
la guarnición para hacerse obedecer.
Cuando
se volvieron por donde habían llegado los dos montados y sus acompañantes, tras
ellos quedaron en la aldea seis peones
armados con largas lanzas, escudos protectores circulares, cortas espadas de
ancha hoja, y unos extraños artefactos colgados que eran, como después
supieron, arcos y flechas.
El
comendador representante del nuevo amo de la región demostró pronto que era el
nuevo amo de la aldea: se instaló en la mejor de las casas del pueblo, ordenó
al propietario y su familia que salieran de ella, tomó a su servicio a media
docena de las mozas más esbeltas y a un par de zagales forzudos.
Toda
la servidumbre quedó a las órdenes de un hombre de barbas blancas, que había
llegado con el comendador y a través del que hablaba siempre.
Con
el cambio del régimen autárquico anterior al feudal de ahora, otros 16
habitantes de la aldea pasaron a vivir de lo que producía el resto de los
vecinos en edad de trabajar.
No
habían tenido tiempo de expresar en voz alta su descontento cuando la llegada
de un nuevo grupo de forasteros les hizo presentir que sus desgracias no habían
acabado.
A
lomos de animales parecidos a los que montaba el conde, aunque de menos
tamaño y que después supieron que eran
burros, llegaron un hombre de mediana edad con la cabeza extrañamente pelada,
larga vestidura de color pardo ceñida a la cintura con un cordón, una mujer más
joven, de cabello rubio e igual vestimenta que el hombre, pero sin cíngulo, y
un mozalbete de mediana edad.
Los
seguía una numerosa cuadrilla de porteadores, cargando a sus espaldas o
arrastrando en plataformas con pies redondos una cuantiosa fardamenta.
El
anciano de barba blanca que hablaba por el comendador ordenó a los que
presenciaban la llegada de los forasteros que comunicaran a los habitantes de
la aldea que se reunieran frente a la casa del comendador al dar de mano.
Todos
tenían curiosidad, aunque variaban al predecir las nuevas cargas que les impondrían,
y fueron los más pesimistas los que más se acercaron a las calamidades que les
anunciaron:
El
hombre de la barba y la extraña forma de raparse la cabeza, era. dijo el viejo, Messer Ramiro de Coblenza, al que el señor
conde había encargado predicar el Evangelio a los habitantes de aquél pueblo, darles a conocer la nueva
religión para, después admitirlos en la Santa Madre Iglesia al recibir el
bautismo.
Advirtió
que el señor conde había mandado que obedecieran todo lo que ordenaran Mosén
Ramiro y sus dos coadjutores, bajo pena de severos castigos y avisó que, a
partir del día siguiente, todas las familias debían poner al servicio de los
recién llegados un varón capaz de trabajar para ayudar en la construcción de
una iglesia.
En
su propia lengua pero con acento gutural, el de la larga túnica, les advirtió
que ningún habitante de la aldea debería faltar a parir del día siguiente,
después de dar de mano, a una reunión en la que les explicaría la nueva fe, la
única verdadera.
Los
niños, en vez de correr y jugar, tenían que asistir cada mañana, a la hora que
fijaría la barragana, que es como llamaba a su mujer, para prepararlos para el
bautismo.
Con
los reclutados forzosos por el recién llegado, cincuenta hombres maduros a
tiempo completo y los niños alternándose en el pastoreo del ganado, habían
pasado a trabajar para el estado medieval.
La
cada vez más compleja organización medieval seguía progresando, fortaleciendo
al Estado en la misma proporción en la que debilitaba a la sociedad de la que
vivía.
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