DESDE QUE EL
HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.-7.- A SERVIR AL REY
Cuando
el conde les dijo que aquellas tierras y los que en ellas vivían y trabajaban
le pertenecían, dejó entrever que el amo de verdad era un señor todopoderoso
llamado Rey, que vivía en un lugar remoto llamado corte, desde donde mandaba al
marqués que mandaba al comendador que mandaba a los aldeanos.
Todos
los que mandaban se beneficiaban de los que obedecían, que estaban obligados a
pagar un diezmo, o decuma, anual de lo que producían al Rey, al conde y al
comendador, en total el 30 por ciento de su renta además del trabajo
obligatorio para beneficio, supuestamente, de la comunidad.
Cuando
un emisario del Rey llegó a la aldea desde la Corte, los aldeanos intuyeron que
les traería una nueva carga, y no se equivocaron.
Mandaba
el Rey que, para librarlos de la amenaza de un rey vecino que era enemigo de la
verdadera religión, de la independencia y libertad de sus súbditos, requería su
ayuda:
Ordenaba
el Rey que se le entregara una decuma especial para subvencionar la guerra, y
el reclutamiento para la campaña militar del 10 por ciento de los hombres
útiles del reino, que deberían presentarse provistos de sus propias armas,
equipo y medios de transporte.
Otros 20 hombres de la aldea pasaron a engrosar la nómina de
servidores públicos,
elevando casi tanto como alguna nación muchos siglos después los recursos
generados por la sociedad para que los dilapidara el Estado.
O
nadie supo nunca en qué quedó la guerra para la que partieron los 20 hombres
que nunca más regresaron, o los que lo sabían no estaban deseosos de revelarlo.
La
barragana de messer Ramiro de Coblenza le dio una hermanita a su hijo y los
diáconos que acompañaron al cura cuando llegó habían formado sus propias
familias con hijas de familias acomodadas de la aldea.
Se
había generalizado el uso de plataformas de madera con grandes ruedas para el
transporte de cereales y otros bienes que la tierra producía en abundancia,
gracias a técnicas y herramientas novedosas.
Casi
todo el trabajo del campo lo realizaban los hombres sin ayuda de bueyes
caballos o burros porque, aunque se habían perfeccionado las vendas de esparto
para proteger sus cascos, faltaba más de un siglo para que se popularizaran las
herraduras.
Desde
que llegaron el cura y sus coadjutores sabían los aldeanos donde se encontraba
la aldea, pero de poco les servía porque desconocían lo que había fuera de
ella.
El
risco al pié del cual habían poblado su aldea y ante el que se desplegaba la
llanura era uno de los muchos valles de una cadena de altas montañas, que se
disputaban los reyes francos del norte y los visigodos del sur.
Gracias
a los que llegaron con el conde supieron también, aunque no con mucha
exactitud, que hasta hacía poco había existido un Imperio Romano que llenó la
tierra de carreteras por las que llegaban sus soldados y salían las riquezas
que robaban.
Los
romanos habían impuesto también el latín como lengua común, para no tenerse que
degradar al hablar las lenguas de las tierras que conquistaban.
No
fueron los 20 primeros reclutados para la guerra del rey y que nunca volvieron
los que, a partir de entonces, marcharon a combatir y pocos fueron los que
regresaron, la mayor parte cojos o mancos.
Los
habitantes acomodados del valle tenían dos tipos de viviendas, según la
estación meteorológica: en primavera y verano se acogían a un amplio espacio
techado, resguardado por frágiles paredes, en el que dormían, cocinaban y
comían.
A
medida que el otoño avanzaba y durante el invierno todos se refugiaban en sus
viejas cuevas o en refugios subterráneos
donde, con sus animales, pasaban la época de frío y nieve.
Acostumbrados
como estaban a la ausencia de higiene personal y a la continua convivencia con
los animales, les importaba menos
convivir con ellos que exponerse al frío y la nieve de la superficie.
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