Coincidieron
en el tiempo Carlos I de España, Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de
Francia, tres reyes de los cuatro de la baraja, que adoptaron sin necesidad de
consejo todas las decisiones para asuntos de paz y cuestiones de guerra.
El
cuarto rey de la baraja, el portugués Juan III,
que se dedicó a extender su imperio por Asia y Brasil y a mandarle al
archiduque de Austria un elefante como regalo, se apoyaba en el consejo divino,
a juzgar por su sobrenombre de El Piadoso.
Los
Reyes europeos de aquél tiempo, cuando no guerreaban, se dedicaban a tramar
alianzas, que unas veces los hacía socios y otras adversarios.
Los
frecuentes enfrentamientos de los tres primeros por la alianza con el Imperio
Turco y el peligro que suponía para la Europa cristiana determinó en varias ocasiones el
sentido de sus alianzas.
También
los alió y enfrentó la disputa por reinos y pequeños estados italianos y el
estimulo de ser la potencia dominante en los Países Bajos, punto estratégico
indispensable para controlar Europa.
Esos
eran los entretenimientos de los reyes de entonces, a los que sus súbditos solo
les preocupaban si eran reacios a pagar más subsidios para costear las
guerras.
El
sistema absolutista de las monarquías de Francia, Italia y España siguió
vigente durante más de un siglo y alcanzó su perfección con el español Felipe
II , la inglesa Isabel I y el más ilustrativo de esa forma de reinar, el del
francés Luis XIV, ya entrado el siglo XVIII.
El
poder de esos reyes personalistas, que tuvieron que luchar para ceñirse y dar
lustre a sus coronas, contrastaba con la indiferencia y a veces fastidio con
que lo recibían sus sucesores.
Aunque
no renunciaran esos reyes nacidos poderosos a sus coronas, delegaron el
ejercicio del poder en favoritos, burócratas meticulosos y sin nervio los
mejores, y rapaces, intrigantes y venales los demás.
Sin
la exigente atención del rey-dueño a sus intereses, que en el caso español
abarcaban el mundo entero, los Imperios antes pujantes pasaron a menguantes y,
en lugar de esforzarse como antes en extenderlos, ahora se contentaba con
conservarlo o perderlo lo mas lentamente posible.
Las
guerras expansivas de esos reyes habían exigido un esfuerzo económico
desmesurado a sus pueblos, nunca compensado con el beneficio de las victorias y
siempre encarecido por el de las derrotas.
La
falta de ambición, el exceso de obligaciones placenteras y el tedioso ritual de
la etiqueta palaciega obligó con gusto a los reyes a delegar la administración
de sus reinos en voluntariosos administradores que, por hacerlo con el
valimiento del monarca, se conocían como
validos.
Sin
la interesada atención de los que los fundaron, la trama de intereses y fuerzas
que posibilitaban el poder se deshacía irremediablemente y los imperios se
mantenían, aunque enajenando sistemáticamente propiedades.
Las
disputas religiosas, que dieron como resultado un debilitamiento del dogma
y el auge de la razón como brújula que
marcara el rumbo y llegar al conocimiento de la verdad crearon una casta de
estudiosos y filósofos que, inevitablemente, desembocó en el paulatino
reemplazo de la fe por la certeza científica.
Los
reyes sustituyeron a sus validos burócratas a partir del siglo XVIII por los
conocidos como“ilustrados” que cimentaban su prestigio en el conocimiento y su
aplicación para administrar el Estado.
La
adopción por parte del rey de las propuestas de sus ministros ilustrados mejoró la administración, la economía, las
comunicaciones y la sanidad en los países en los que los reyes delegaron en
ellos el poder.
La
población de Europa, que se cifraba el siglo XVI en 70 millones, llegaba a 200
millones al final del XVII y rozaba los 300 millones (un amento del 50%) en el
siglo de gobiernos ilustrados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario