Hay quienes creen que la ideología de
derechas se identifica por su invocación a la Patria, su tutela de la Religión
o su puritanismo en la moral sexual tradicional.
No es cierto porque tanto la izquierda como la
derecha han tolerado o perseguido esos principios cuando así les convenía.
¿Qué
conducta invariable permite diagnosticar si un régimen es de derechas o de
izquierdas?
La clave para identificar la ideología de los
partidos es la dejación en manos del Estado de los derechos de de los individuos.
Cuantos más derechos individuales pretendan
tutelar, gestionar, regular, sancionar y promover, más amplia será la
burocracia que precisen y mayor el
número de recursos que detraerán de los individuos que integren la sociedad.
Un baremo infalible para clasificar la
ideología de un estado es la desproporción entre la sociedad y la burocracia
estatal en el reparto de responsabilidades.
Así, cuantos más derechos de los ciudadanos
secuestren para que los administre el Estado a través de sus servicios, más de
izquierdas es la ideología estatal.
Por lo tanto, en España, no
hay partidos de derechas porque todos, aunque unos lo disimulen más que otros,
se comporta como de izquierdas.
El costo de esos servicios se incrementa,
matemáticamente, con el sobreprecio del aparato burocrático que posibilita su
puesta a disposición de los consumidores.
Se induce interesadamente a los ciudadanos para que
sigan siendo permanentemente menores de
edad social y que no reclamen su privilegio y obligación de los adultos: satisfacer por sí
mismos sus necesidades.
Para que ese infantilismo de los españoles se
eternice y sigan beneficiándose de su crónica niñez, los políticos que lo han
montado evitan aclarar, que los derechos reconocidos por la Constitución obligan
al Estado a impedir que los violen, pero no a proporcionarlos.
(La Constitución garantiza que enseñanza, vivienda ,
educación, sanidad,, etc, son derechos de los españoles cuyo ejercicio no les
puede ser negado por razones de ideología, sexo, origen o creencia, pero se
regula el acceso a ellos para que, cumplidas las condiciones que se
especifiquen, puedan utilizarlos).
Entre esas condiciones figura, generalmente, la
participación del beneficiario en el costo de su mantenimiento.
Por lógica, si en esos servicios pagados con
impuestos sigue aumentando el número de beneficiarios que pagan poco o nada, y
disminuye el de los que pagan casi todo, corren peligro de quiebra.
(La tradicional caridad, practicada directa y
voluntariamente por el que la ejercía en beneficio del que lo había conmovido
por su necesidad, tenía la promesa del cielo como recompensa, pero esta
solidaridad social que la ha remplazado es obligatoria y su único beneficiario
en votos es el que la administra).
El interés por ganar la gloria eterna o la gloria
del poder estimula tanto la caridad como la justicia social.
Pero los que administran la justicia social son
doblemente hipócritas porque, en su propio beneficio, proclaman que en su
democracia manda el pueblo y, sin embargo, secuestran su libertad esencial: la
de que cada uno se gaste los cuartos que ha ganado en lo que quiera.
¿Solución?
Que mientras menos sean las manos del pulpo estatal que metan cuchara en la
olla comunal, más potaje habrá para los que lo hemos guisado.
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