Hasta finales del siglo 20, el enemigo era claramente
identificable: vivía dentro de unas fronteras conocidas, se diferenciaba en la
raza, el color y la lengua, peleaba bajo una misma bandera y era súbdito de un
mismo caudillo.
Eso cambió bruscamente y desde entonces, el enemigo convive y se
confunde con el adversario al que quiere aniquilar, habla su misma lengua y no
es a un rey o caudillo conocido e identificable al que obedece, sino a una idea
global de la Divinidad, dueño exclusivo de todo el poder.
Sus fieles no reconocen otro poder civil, económico, político,
judicial o militar que el de ese Dios, extremadamente celoso de que le
arrebaten parte del poder que es todo suyo.
Su ley, difundida por su profeta, es la única ley y quien
legisle al margen de ella le está arrebatando a Dios una partre de su
omnipotencia.
No está permanente en ebullición ese celo religioso de sus
fieles pero, si los arrebata un inesperado furor místico, corren peligro los
que estén a szu alcance y no siguen al pié de la letra las leyes de su Dios.
Estoy hablando de los musulmanes y hay que aclarar que su
peligro siempre latente se activa en circustancias de exaltación religiosa.
Si inidentificable es el enemigo, más difícil todavía es
localizar el centro que irradia poder y con qué intensidad lo hace.
Los Estados, que antes aglutinaban todo el poder de la nación,
han cedido parte de su soberanía al organismo burocrático coordinador de
asociaciones estatales confederadas en las que la capacidad de decisión, (que
al fin y al cabo eso es el poder) se diluye y enmascara.
Siempre han ido unidos poder político y poder económico y,
durante el siglo anterior, fueron los estados fuertes, sobre todo los
dictatoriales, los que determinaron la orientación económica.
Con el cambio de siglo se
solidifica la sospecha de que el multinacionalismo de las corporaciones
financieras e industriales es el que orienta el rumbo político general.
Si poder fuera la capacidad
de influir en la sociedad, sería la alianza con el progreso tecnológico, que ha
posibilitado la autonomía individual de transmitir información solo con un
artilugio de poco costo, el poder real de los nuevos tiempos.
Si ese flujo de información
es espontáneo o inducido por un único control es una sospecha sin confirmar,
pero la capacidad técnica y la rentabilidad política de conseguirlo es una
tentación irresistible.
El cambio de siglo ha traído
otra novedad revolucionaria, la
contracolonización.
Hasta ahora, los pueblos
colonizaban a otros pueblos para apropiarse de recursos que los colonizadores
necesitaban y que los colonizados no apreciaban.
En ese intercambio claramente
desfavorable, los colonizadores aportaban adicionalmente un bien que, a la
larga, hacía ganadores del intercambio a los colonizados.
Ese bien intangible de los
colonizadores era la mejora de la calidad de vida de los pueblos colonizados,
al enseñarles a envidiar y esforzarse en asimilar la forma de vida de los
colonizadores, siempre más benévola que la de sus costumbres tradicionales.
Sin colonización no se
hubiera dado la posterior asimilación de los pueblos y territorios colonizados
al ámbito de la civilización del que habían estado excluidos.
La colonización que las
antiguas sociedades colonizadoras están padeciendo ahora supone un paso atrás
en su búsqueda de mayor bienestar y, en muchos casos, también perjudica al
emigrante, obligado az enfrfentarsse a desdichas para las que no estaba
preparado.
La mayor corriente migratoria
mundial de la historia de la humanidad, que en los últimos cincuenta años
desplazó a millones de ciudadanos de los países menos desarrollados a los más
prósperos, ha causado desajustes inesperados.
En primer lugar, los
emigrantes de sociedades menos avanzadas tienen que sufrir el largo y penoso
proceso de renuncia a sus costumbres de procedencia para adoptar las de su destino.
Generalmente, el que llega a un país para
encontrar trabajo y condiciones de vida mejores que en su país, a menudo no las
encuentra o sufre un largo proceso de carencias hasta encontrarlas.
El colonizado por éstos
colonizadores sufre el mismo proceso de ósmosis, pero adverso para sus
intereses, que el de las colonizaciones tradicionales.
Los llegados a paises
prósperos desde sociedades más pobres aspiran a un salario sólo mejor que el
que obtenían, si es que trabajaban, en sus países de origen.
Si en su país de destino
aceptan salarios inferiores a los que cobraban los locales por el mismo
trabajo, el conflicto es inevitable y puede degenerar en racismo y xenofobia,
más difíciles de anular que los desacuerdos salariales.
Pero,
sean cuales sean las dificultades que el futuro depare al hombre, se enfrentará
a los mismos impulsos de hace 40.000 años cuando, más o menos, apareció sobre
la tierra: saciar el hambre, calmar el apetito sexual e imponer su poder sobre
los demás.
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