Ganar fama de erudito es una
consecuencia indeseable para interesarse y conocer la historia que, sin
embargo, tiene una utilidad práctica: entender el presente como continuidad del
pasado y proyección del futuro.
Por eso, para apreciar el cada vez
más enconado conflicto entre Rusia y Ucrania, que amenaza la convivencia
europea y mundial, hay que echar más de tres siglos la vista atrás, hasta los
tiempos en que las dos naciones actuales, Rusia y Ucrania, empezaron a perfilar
sus intereses modernos.
A mediados del siglo XVII, una
coalición de tártaros, cosacos y campesinos ucranianos logró una inestable
autonomía de la nobleza polaca y posteriormente, en el siglo XVIII, Ucrania sufrió las consecuencias de la Guerra
del Norte, librada por el rey Carlos XII de Suecia que, su su pretendida
invasión de Rusia, usó el territorio ucraniano como campo de batalla.
En el siglo XIX la mayor parte del
territorio ucraniano se integró en el imperio ruso y la otra, menor, en el
imperio austrohúngaro. En 1922, la de Ucrania fue una de las repúblicas
constitutivas de la Unión Soviética, hasta la disolución de la URSS.
La Rusia moderna la gestó el zar
Pedro I (1622-1725) que la cogobernó
desde 1682 con sou hermanastro Teodoro III, enfermizo y apocado desde su niñez
y a cuya muerte en 1696 se convirtió en monarca absoluto hasta su muerte a
consecuencia de una pulmonía que contrajo en San Petersburgo, que había
fundado, al lanzarse al mar helado para salvar a unos marineros náufragos.
La Rusia que encontró Pedro I era un
país sin salida ni interés por el mar, atrasado, mal comunicado y políticamente
controlado por el poder de la cámara de los boyardos, la unión de la nobleza
que ejercía poderes en los enormes distritos de los que eran propietarios.
La fuerza militar de Rusia residía
en los streltsi, un cuerpo armado mercenario al servicio de la nobleza.
Pedro I descubrió el mar y su
importancia navegando en el bote velero que un inglés de la colonia extranjera poseía
en un lago cercano a Moscú.
Esa fascinación por los barcos lo
impulsó a la titánica empresa de construir San Petersburgo, por donde Rusia
logró asomarse al mar y disputar a las marinas holandesa, sueca a inglesa el
control del Báltico.
Uno de los más acuciantes
problemas con que se encontró Pedro I fue el de frenar las periódicas incursiones
que bandas de tártaros y cosacos, con el apoyo del Imperio Otomano, hacían en
Rusia cada año, acercándose a veces a Moscú, para saquear a los campesinos y
llevarse a muchos como esclavos hasta Turquía.
Con el doble propósito de impedir
en origen las incursiones en territorio ruso de los salteadores aliados de los
turcos emprendió la marcha al sur. Con los 130 barcos que mandó construir en el
Rio Don conquistó la plaza fuerte otomana de Azov, con lo que logró un puerto
en aguas marinas calientes, aunque limitado por el estrecho de Kerch a la
navegación en el mar Negro. La salida al mar Negro la logró Rusia gracias a la
zarina Catalina al fundar Sebastopol en 1783 y Odessa en 1794 que no le
abrieron la salida al Mediterráneo porque el Imperio Otomano seguía controlando
el estrecho de los Dardanelos.
Rusia, si Odessa y Sebastopol
cayeran bajo control ucraniano, perdería lo que los antiguos zares Pedro y
Catalina lograron como objetivos nacionales en su proyección marítima al sur.
Si Ucrania trasladara su alianza
estratégica de Rusia a la Europa que lidera Alemania, Moscú perdería otro de
sus objetivos históricos: mantener un colchón aislante de las agresiones
germano- austríacas.
Por ahora, solo mantendría el
tercero de sus objetivos: mantener alejado el expansionismo chino.
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