En la
miserable aldea de Antipatía de la
remota región de Siniestralia nació Benito de un padre laborioso y una madre
honesta que, como los alrededor de sus dos centenares de convecinos, ganaban su
miserable existencia sirviendo al señor de aquel lugar.
Con excepción
del irascible señor, de su agria esposa y de sus dos engreídas hijas, todos los
aldeanos estaban férreamente sometidos a la mezquindad del amo, cuya autoridad
respaldaba la prédica religiosa del clérigo Deogracias.
Antes de que
se personara como guía espiritual de los vecinos, Desgracias había sido fraile en un monasterio lejano del que fue
exclaustrado cuando una de las feligresas de las que era confesor quedó
preñada.
Llegó a
Antipatía acompañado de su barragana y de un hijo orondo y de tez rosada, inductora
y víctima ella del desliz del fraile y fruto el niño de ese desliz.
En el primer
tercio del siglo XII, época en la que coincidieron la llegada del cura, la
superación de la niñez y el comienzo de su adolescencia de Benito, el amo lo
destinó a cuidar una de sus piaras de
cerdo, lo que le permitió alimentarse de lo que a los animales les sobraba.
Fue un tiempo
de convulsiones religiosas y sociales, consecuencia de la proliferación de
sectas que predicaban nuevas interpretaciones del cristianismo.
La primera de
ellas sostenía que el Demonio tenía un poder similar al de Dios, por lo que
también había que adorar al Diablo.
Llegó años
después un grupo furibundo que excluía de la pobreza evangélica a todos los
cristianos que no tuvieran la limosna
como único medio de vida, y que declaraba pecadores a los que se mantenían del
fruto de su trabajo.
La peste que
asoló la región y diezmó la población de la aldea poco después la interpretaron
los menos inclinados al trabajo como castigo divino, por no cumplir las normas
evangélicas de pobreza.
A Benito, meditabundo por carácter, le dejaba el mucho
tiempo que el cuidado de los cerdos requería a la reflexión que, acuciada por
el hambre, desembocó en un paroxismo apostólico que caracterizó desde entonces
su oratoria misionera.
Amenazaba con
la certeza de la condenación al infierno a los pobres que no compartieran sus
escasos bienes terrenales con los que eran más pobres y, cuando uno le preguntó
por qué no exigía al cacique y al cura que compartieran su bienestar con los
menesterosos, su violenta réplica dio lugar a que, de llamarse Benito pasara a ser conocido por Iracundo de
Antipatía.
Benito-Iracundo
explicó con vehemencia las palabras de Cristo de que era más fácil que pasara un camello por el ojo de una
aguja que un rico alcanzara el cielo,
por lo que solo predicaría a los que pudieran salvarse.
Esa alusión a
la doctrina de la predestinación que cinco siglos después difundió Juan Calvino
fue acogida por el cacique y el cura sin la violenta réplica esperada, lo que
los seguidores de Iracundo consideraron el primer de sus innumerables milagros.
Aumentó el
número de seguidores de Iracundo y, con ello, la petición que le llegaba desde
lugares cada vez más lejanos para que fuera a visitarlos y enseñarles el verdadero camino de salvación y,
de paso, tener oportunidad de ser testigos de alguno de sus muchos milagros.
Se vió
obligado a seguir el consejo de uno de sus más sensatos discípulos y permitió
que se le constryeran una residencia fija, equidistante de las aldeas más
pobladas y aceptó que a pié tardaba más en acudir a donde lo llamaban que a
caballo, por lo que adquirió una numerosa recua de robustas mulas.
Aconsejado por
el mismo discípulo, accedió a que le confecciaran ropajes de mayor solemnidad y
jerarquía, acordes con la dignidad y autoridad que le concedían y esperaban sus
seguidores.
Hacía tiempo
que dignatarios religiosos y autoridades civiles se sumaban al populacho que
acudía para verlo, por lo que tuvo que aceptar para no humillar a obispos y canónigos con su
modestia, que una bien surtida cocina les sirviera comidas a las que estaban
acostumbrados, amoblaran la residencia con mubles que sus visitantes
consideraban habituales y cubrieran las desnudas paredes de la casa con tapices
y gobelinos.
Los priores,
canónigos y obispos difundieron cuando
volvieron a sus sedes las obras y milagros de Iracundo, su celo evangelizador y la devoción de sus seguidores.
Dicen que,
cuando sintió que le había llegado su hora, rechazó la suntuosa cama que reservaba
a sus visitantes y expiró en un cuarto vacío como celda monacal, aovillado
sobre una mísera manta y después de murmurar “bonum certamen certavi, cursum c
onsumavi, fidem servandi” (“he competido en un certamen honesto y llego a la
meta sirviendo a la fé”.
A su entierro
acudió una multitud de pobres que agradecieron las limosna que les había dado y
les había pedido para otros más necesitados y no faltaron los ricos que, lejos
de recriminarle que no les hubiera pedido ayuda, le estaban particularmente
agradecidos por no haberlo hecho.
Los canónigos,
abades y obispos a los que había agasajado y recibido., ya habían difundido la
santidad y virtudes heroicas de Iracundo de Antipatía por lo que, al poco
tiempo de su muerte, fue elevado a los altares.t
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