martes, 18 de marzo de 2014

SAN IRACUNDO DE ANTIPATÍA

En la miserable aldea de  Antipatía de la remota región de Siniestralia nació Benito de un padre laborioso y una madre honesta que, como los alrededor de sus dos centenares de convecinos, ganaban su miserable existencia sirviendo al señor de aquel lugar.
Con excepción del irascible señor, de su agria esposa y de sus dos engreídas hijas, todos los aldeanos estaban férreamente sometidos a la mezquindad del amo, cuya autoridad respaldaba la prédica religiosa del clérigo Deogracias.
Antes de que se personara como guía espiritual de los vecinos, Desgracias había sido fraile  en un monasterio lejano del que fue exclaustrado cuando una de las feligresas de las que era confesor quedó preñada.
Llegó a Antipatía acompañado de su barragana y de un hijo orondo y de tez rosada, inductora y víctima ella del desliz del fraile y fruto el niño de ese desliz. 
En el primer tercio del siglo XII, época en la que coincidieron la llegada del cura, la superación de la niñez y el comienzo de su adolescencia de Benito, el amo lo destinó a cuidar  una de sus piaras de cerdo, lo que le permitió alimentarse de lo que a los animales les sobraba.
Fue un tiempo de convulsiones religiosas y sociales, consecuencia de la proliferación de sectas que predicaban nuevas interpretaciones del cristianismo.
La primera de ellas sostenía que el Demonio tenía un poder similar al de Dios, por lo que también había que adorar al Diablo.
Llegó años después un grupo furibundo que excluía de la pobreza evangélica a todos los cristianos  que no tuvieran la limosna como único medio de vida, y que declaraba pecadores a los que se mantenían del fruto de su trabajo.
La peste que asoló la región y diezmó la población de la aldea poco después la interpretaron los menos inclinados al trabajo como castigo divino, por no cumplir las normas evangélicas de pobreza.
A Benito,  meditabundo por carácter, le dejaba el mucho tiempo que el cuidado de los cerdos requería a la reflexión que, acuciada por el hambre, desembocó en un paroxismo apostólico que caracterizó desde entonces su oratoria misionera.
Amenazaba con la certeza de la condenación al infierno a los pobres que no compartieran sus escasos bienes terrenales con los que eran más pobres y, cuando uno le preguntó por qué no exigía al cacique y al cura que compartieran su bienestar con los menesterosos, su violenta réplica dio lugar a que, de llamarse Benito  pasara a ser conocido por Iracundo de Antipatía.
Benito-Iracundo explicó con vehemencia las palabras de Cristo de que era más  fácil que pasara un camello por el ojo de una aguja que  un rico alcanzara el cielo, por lo que solo predicaría a los que pudieran salvarse.
Esa alusión a la doctrina de la predestinación que cinco siglos después difundió Juan Calvino fue acogida por el cacique y el cura sin la violenta réplica esperada, lo que los seguidores de Iracundo consideraron el primer de sus innumerables milagros.
Aumentó el número de seguidores de Iracundo y, con ello, la petición que le llegaba desde lugares cada vez más lejanos para que fuera  a visitarlos y  enseñarles el verdadero camino de salvación y, de paso, tener oportunidad de ser testigos de alguno de sus muchos milagros.
Se vió obligado a seguir el consejo de uno de sus más sensatos discípulos y permitió que se le constryeran una residencia fija, equidistante de las aldeas más pobladas y aceptó que a pié tardaba más en acudir a donde lo llamaban que a caballo, por lo que adquirió una numerosa recua de robustas mulas.
Aconsejado por el mismo discípulo, accedió a que le confecciaran ropajes de mayor solemnidad y jerarquía, acordes con la dignidad y autoridad que le concedían y esperaban sus seguidores.
Hacía tiempo que dignatarios religiosos y autoridades civiles se sumaban al populacho que acudía para verlo, por lo que tuvo que aceptar  para no humillar a obispos y canónigos con su modestia, que una bien surtida cocina les sirviera comidas a las que estaban acostumbrados, amoblaran la residencia con mubles que sus visitantes consideraban habituales y cubrieran las desnudas paredes de la casa con tapices y gobelinos.
Los priores, canónigos y obispos  difundieron cuando volvieron a sus sedes las obras y milagros de Iracundo, su celo evangelizador  y la devoción de sus seguidores.
Dicen que, cuando sintió que le había llegado su hora, rechazó la suntuosa cama que reservaba a sus visitantes y expiró en un cuarto vacío como celda monacal, aovillado sobre una mísera manta y después de murmurar “bonum certamen certavi, cursum c onsumavi, fidem servandi” (“he competido en un certamen honesto y llego a la meta sirviendo a la fé”.
A su entierro acudió una multitud de pobres que agradecieron las limosna que les había dado y les había pedido para otros más necesitados y no faltaron los ricos que, lejos de recriminarle que no les hubiera pedido ayuda, le estaban particularmente agradecidos por no haberlo hecho.

Los canónigos, abades y obispos a los que había agasajado y recibido., ya habían difundido la santidad y virtudes heroicas de Iracundo de Antipatía por lo que, al poco tiempo de su muerte, fue elevado a los altares.t 

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