Los que pertenecen
a la cultura originada por el cristianismo puede que no entiendan por qué,
mientras evolucionan constantemente hacia una forma de vivir más complaciente con
la transgresión de las normas religiosas, el islamismo se radicaliza
permanentemente.
Como distintivo
genético, el Islam nació ya con el instinto dogmático de obligar por la fuerza
a aceptar su credo. Fue así como el profeta sometió a las tribus nómadas
politeistas de Arabia y como, a la muerte del profeta y a cuenta de su
sucesión, se originó la primera escisión, que todavía pervive y en la que sus
miembros siguen enfrentados: chiies y suníes.
Con tanta o mayor
saña que a los infieles, los musulmanes persiguen a los que su imán haya
declarado herejes del Islam.
El imán lo es no en
virtud de sus conocimientos certificados por ninguna instancia religiosa
superior, sino por los seguidores que aglutine en torno suyo para rezar el
libro sagrado e interpretar sus mandatos.
A la luz de eso,
las invasiones musulmanas en España después de ser ocupada por los
norteafricanos—seguramente en un proceso muy similar al que se está produciendo
en Europa ahora—lo hicieron para regenerar a sus correligionarios de Al
Andalus, cuya molicie los había apartado del fiel cumplimiento de los deberes
de su fé.
Coincidiendo con
la revolución que fué para la cultura basada en el cristianismo la ilustración
y el reemplazo de la fé por la razón en la toma de decisiones, el Islam también
vivió una transformación, cuyos efectos perduran: la que encabezada por Saud y
Wahab en Arabia forzó a los creyentes a retornar a las costumbres y prácticas
más tradicionalmente implacables.
Como norma, los
creyentes han liberalizado paulatinamente la observación de su credo y la
práctica de sus normas a medida que los placeres a su alcance hacía su vida más
amena para acabar, siempre a la fuerza, volviendo a la austeridad y el rigor
originales, obligados por la fuerza de los seguidores de algún imán radical.
No hay comentarios:
Publicar un comentario