En los tiempos
en que la tierra y sus productos generaba la mitad de la riqueza de ésta mi
pobre Andalucía, no había rico en tierras y dinero que no tuviera su propio
agradador.
El oficio de
agradador requería habilidad para realzar las pocas virtudes de su señorito y minimizar
sus muchos vicios.
En definitiva,
el agradador vivía del cuento.
En la España post agraria de hoy,
el Estado ha reemplazado al campo como generador de empleo y distribuidor de
riqueza: el equivalente en dinero a la mitad de lo que los españoles producen
al año los gasta el Estado.
Y como el
señorito pace donde el dinero abunda, los señoritos de la España actual pacen en las
suculentas praderas del Estado.
No hay
señorito sin agradador, así que los señoritos y sus agradadores de hoy, los que
ahora son profesionales de vivir del cuento, son los políticos que ocupan
cargos electos y sus inevitables pelotas, sus agradadores.
Los nuevos señoritos,
como los antiguos, son cobardes: prefieren no ganar por inacción a perder por
imprudencia.
Por eso los
señoritos antiguos no arriesgaban sus dineros en mejorar la productividad de
sus tierras y los de ahora evitan cumplir lo que prometieron por miedo a perder
votos.
En su vademécum
político cuentan, además, con un remedio eficaz para no hacer lo que sus votantes
les exijan: no se pueden tomar decisiones en caliente.
Significa: esperaré
a que se olviden de lo que piden para que me dejen en paz y, así, no hacerlo. “Il
dolce far niente”, el satisfactorio no hacer nada.
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