El más abyecto
de los actos del hombre es aprovechar su superioridad circunstancial sobre un
semejante para privarlo de su vida y su libertad.
Es ese el
vicio en el que han cimentado su poder todas las tiranías individuales o
colectivas, y al que han están recurriendo sistemáticamente los degolladores
que en Irak y Siria propagan su religión.
Pero los
apóstoles de esa guerra santa (yihad) combinan su arrogancia al matar, con la cómoda resistencia a matarlos de los
que llaman sus enemigos.
La guerra de
los fanáticos del llamado califato islámico contra los infieles no musulmanes y
contra los musulmanes que no abracen su interpretación del Islam, si la decidieran
solo los recursos bélicos de que las dos partes disponen, ni siquiera habría
comenzado.
Los yihadistas
carecen de armas ofensivas de largo alcance, de las que los países que llaman enemigos hacen chatarra sin haberlas usado
nunca.
En definitiva:
que unos desharrapados famélicos, camuflados entre las arenas y rocas de un
terreno desértico tienen acojonados a
los ciudadanos rollizos, bien alimentados, apacibles, bienintencionados,
asiduos contribuyentes a la felicidad mundial con sus cuotas periódicas a las
ONGs.
Por eso, los
asesinas yihadistas, que solo cuentan con la fuerza de su voluntad y sus convicciones,
aterrorizan a los que prefieren que los maten antes que arriesgar su bienestar,
sus comodidades.
Al fin y al
cabo, en algún momento de su historia, los burgueses occidentales también
tuvieron antepasados yihadistas.
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