La discusión
sobre la utilidad, las funciones y el grado de intromisión del Estado en la
sociedad es ocupación de ociosos, los únicos seres capaces de emplear su tiempo
sin buscarle provecho.
En ese
intrascendente pasatiempo, una raya marca las fronteras entre quienes creen que
el Estado corrige los instintos negativos del individuo y los que opinan que
los exacerba, amparándose en la impunidad de su propio poder.
Necesariamente,
el germen del Estado actual debió ser el convencimiento entre dos individuos de
que, si aunaban sus esfuerzos, resolverían mejor un problema común que cada uno
por su cuenta.
Pero, antes de
esa asociación temporal y específica, los individuos ya tenían instintos
similares que, para satisfacerlos, los enfrentaba: alimentarse, reproducirse y
mandar para no tener que obedecer.
Como
herramienta humana, el Estado engloba en su funcionamiento esos tres objetivos
vitales básicos del hombre que, para satisfacerlos individualmente, concertará
alianzas temporales y parciales con
otros individuos a los que intentará dominar una vez logrados esos fines
comunes.
El Estado, por
eso, ni vicia ni ennoblece al ciudadano sino que sirve de herramienta para
satisfacer la pasión del que lo domine.
El Estado es,
en definitiva, una alianza original de individuos para lograr fines comunes
pactados, que margina, castiga y elimina al o a los individuos que discrepen de
la interpretación que los administradores del Estado hagan de esos fines o esos
intereses.
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