Los españoles nos
preparamos a celebrar la Constitución de 1978,
pactada por partidos recién nacidos o apenas resucitados para reemplazar a la
anterior, el Fuero de los Españoles, otorgada por el difunto caudillo en 1945.
La celebración
consistirá en no dar un palo al agua que, además de jartarse de comer de balde,
sospechar del que es o tiene más y saber que el que ve en el espejo cuando se
afeita o maquille son el epítome (ver diccionario) de lo español, los rasgos definitorios raciales.
¿Y cómo es
posible que los españoles celebren un documento del que casi todos dicen que ya
no sirve? Naturalmente porque estará desfasada la constitución, pero no la
manera de conmemorarla: il dolce far
niente (el placentero ocio).
Desde antes de
que empiecen a elaborar la que sustituya a la actual constitución hay que
predecir que, como la harán los que manden, a los que tengan que obedecerla les
dará igual lo que proclame como sus derechos y fije como sus obligaciones.
Y es que la ley
o cualquier constitución será buena para quien la interprete y aplique y mala
para quien tenga que cumplirla, o sea sancionado porque digan que la ha violado.
Las leyes, y
entre ellas y sobre todas las Constitucionales, no pasan de ejercicios
retóricos entretenidos y versátiles cuyo único propósito es alardear de que
rige la vida de la sociedad a la que se aplica y que, por ello, garantiza lo
que el ciudadano desea y prohíbe lo que lo perjudique.
Admirable por
el buenismo de la intención y reprobable por su pretenciosa utilidad ya que
todas las leyes y constituciones se hacen para que el ciudadano se adapte a lo
que permiten y prohiben, y no para que el ciudadano logre lo que
necesita lo libre de lo que aborrece.
El objetivo constitucional básico es obligar al ciudadano a adaptarse a la ley y no que la ley se adapte a lo que el ciudadano necesita.
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