lunes, 15 de diciembre de 2014

EL ENEMIGO COMUN



La envidia es el sentimiento humano que empuja al hombre a conseguir lo que tiene otro y la conciencia de los pueblos de que lo amenaza un enemigo  es el motor que estimula a derrotarlo.
La oferta continua de bienes, servicios y novedades informáticas desechables estimula a competir por su posesión a los habitantes de los países ricos, que compiten entre ellos para dominar el mercado.
Cuando se esfumó la Unión Soviética y la China revolucionaria evolucionó a la China comercial, los países occidentales tradicionalmente ricos se quedaron sin enemigo identificable.
Los pueblos de las naciones occidentales de raíz cultural emanada del cristianismo fundieron sus intereses con China, Corea y Japón, cuyas creencias no pasan de códigos de comportamiento humano, sin trascendencia  más allá de la vida.
Hasta que la Unión Soviética, China y los países en la órbita de los dos gigantes comunistas conservaron su rigor ideológico, las naciones occidentales de cultura cristiana tenían conciencia de que sus enemigos eran los comunistas.
Los pueblos comunistas también tenían claro que sus enemigos eran los ciudadanos de los países capitalistas.
Eran tiempos en que cada ciudadano sabía quien era su aliado o su adversario, cada uno de ellos localizados en fronteras establecidas, con pasaporte identificativo, lengua distinta y hasta rasgos fisiológicos diferentes.
La guerra ideológica entre comunistas y capitalistas, que terminó con la clara victoria de los segundos sobre los primeros no ha tenido como consecuencia la paz mundial porque coincidió con el estallido de una nueva guerra, esta vez de inspiración religiosa.
La han iniciado los que se proclaman defensores de la pureza del Islam, una de las tres únicas religiones que relacionan al hombre con su destino después de la muerte y que, junto a judaísmo y cristianismo, tiene en común el tronco de la Biblia.
Como en sus orígenes en el siglo VII, el Islam ha recurrido en su actual período expansionista a la Yihad, la guerra santa contra los no creyentes que se nieguen o resistan a abrazar su fé.
Coincidiendo con la creciente racionalización de sus creencias de judaísmo y cristianismo, cuya influencia social se diluye de manera creciente, la radicalización del islamismo se traduce en un aumento de sus seguidores.
Todavía no han aceptado los antiguos rivales comunistas y capitalistas que, al fundir sus discrepantes modelos sociales y políticos, comparten el objetivo  de procurar el mayor bienestar material para sus pueblos.
Inevitablemente, tendrán que aceptar que tienen un enemigo común que, a ese objetivo de bienestar material, antepone el mandato de establecer una sociedad universal que se rija únicamente por la sharia, la ley  plasmada en un libro, que atribuye a Dios el monopolio del poder.
Para el Islam, es una blasfemia que la soberanía resida en el pueblo, que  el judicial, el ejecutivo y el legislativo sean poderes autónomos y que la práctica y creencia religiosas sean opciones libres individuales.
Lo que más irrita del cristianismo a un musulmán es la respuesta de Cristo al fariseo que, para que se pronunciara sobre el pago de impuestos a Roma, le mostró una moneda romana.
Dicen los evangelios que Cristo sentenció: “al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Para un musulmán, todo es de Dios y, si se da algo al César, se priva a Dios de parte de lo que es suyo.

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