La envidia es
el sentimiento humano que empuja al hombre a conseguir lo que tiene otro y la
conciencia de los pueblos de que lo amenaza un enemigo es el motor que estimula a derrotarlo.
La oferta
continua de bienes, servicios y novedades informáticas desechables estimula a competir
por su posesión a los habitantes de los países ricos, que compiten entre ellos
para dominar el mercado.
Cuando se
esfumó la Unión Soviética
y la China
revolucionaria evolucionó a la
China comercial, los países occidentales tradicionalmente
ricos se quedaron sin enemigo identificable.
Los pueblos de
las naciones occidentales de raíz cultural emanada del cristianismo fundieron
sus intereses con China, Corea y Japón, cuyas creencias no pasan de códigos de
comportamiento humano, sin trascendencia más allá de la vida.
Hasta que la Unión Soviética, China y los países
en la órbita de los dos gigantes comunistas conservaron su rigor ideológico,
las naciones occidentales de cultura cristiana tenían conciencia de que sus
enemigos eran los comunistas.
Los pueblos comunistas
también tenían claro que sus enemigos eran los ciudadanos de los países
capitalistas.
Eran tiempos en
que cada ciudadano sabía quien era su aliado o su adversario, cada uno de ellos
localizados en fronteras establecidas, con pasaporte identificativo, lengua distinta
y hasta rasgos fisiológicos diferentes.
La guerra ideológica
entre comunistas y capitalistas, que terminó con la clara victoria de los
segundos sobre los primeros no ha tenido como consecuencia la paz mundial
porque coincidió con el estallido de una nueva guerra, esta vez de inspiración
religiosa.
La han iniciado
los que se proclaman defensores de la pureza del Islam, una de las tres únicas religiones
que relacionan al hombre con su destino después de la muerte y que, junto a judaísmo
y cristianismo, tiene en común el tronco de la Biblia.
Como en sus
orígenes en el siglo VII, el Islam ha recurrido en su actual período
expansionista a la Yihad,
la guerra santa contra los no creyentes que se nieguen o resistan a abrazar su
fé.
Coincidiendo
con la creciente racionalización de sus creencias de judaísmo y cristianismo,
cuya influencia social se diluye de manera creciente, la radicalización del
islamismo se traduce en un aumento de sus seguidores.
Todavía no han
aceptado los antiguos rivales comunistas y capitalistas que, al fundir sus discrepantes
modelos sociales y políticos, comparten el objetivo de procurar el mayor bienestar material para
sus pueblos.
Inevitablemente,
tendrán que aceptar que tienen un enemigo común que, a ese objetivo de
bienestar material, antepone el mandato de establecer una sociedad universal
que se rija únicamente por la sharia, la ley plasmada en un libro, que atribuye a Dios el
monopolio del poder.
Para el Islam, es
una blasfemia que la soberanía resida en el pueblo, que el judicial, el ejecutivo y el legislativo sean
poderes autónomos y que la práctica y creencia religiosas sean opciones libres
individuales.
Lo que más
irrita del cristianismo a un musulmán es la respuesta de Cristo al fariseo que,
para que se pronunciara sobre el pago de impuestos a Roma, le mostró una moneda
romana.
Dicen los
evangelios que Cristo sentenció: “al Cesar lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios”.
Para un
musulmán, todo es de Dios y, si se da algo al César, se priva a Dios de parte
de lo que es suyo.
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