Ha llovido con
parsimonia sobre la tierra sedienta y un sol rutilante abrillanta el verde
resucitado de los campos de Andalucía.
Ya granan los
cereales y revientan los primeros azahares en los naranjos, todavía decorados
con las suculentas bolas de las naranjas en sazón.
Desde las
lomas en las que estallan las yemas de las hasta ahora escuetas ramas de los álamos
para hacerse hojas, la sensualidad de la caricia del aire excita el celo de los
pájaros.
Trina el
jilguero, arrulla la tórtola, alborota el gorrión, piropea el alondro a la
alondra y las primeras codornices recién llegadas de África sortean los tallos
de los trigos para la cita de la que nacerá la primera de sus nidadas.
Bajan
tumultuosas las aguas de los arroyos, secos hasta hace poco, y el cauce del
Genil funde sus embarradas aguas con las del abultado Guadalquivir para,
juntas, peregrinar hasta las playas de Huelva.
En las
ciudades y pueblos ya están acotadas las calles por las que pasarán los ídolos barrocos de la Semana Santa
y atruena el atardecer el tumulto de clarines y tambores que acompañarán las
procesiones.
Ya no hay preocupaciones
en Andalucía aparte de la amenaza de la lluvia, que podría deslucir las el
desfile penitencial.
La alternancia
de preocupación y bienestar, como sentimientos que pautan la satisfacción
humana, seguirá su ritmo eterno y los andaluces viviremos alegres y
despreocupados hasta que una nueva cita electoral vuelva a recordarnos que “morire
habemus”.
Mientras
tanto, a disfrutar de la copiosa benevolencia del sol, el clima, los campos y
el carácter consustancial a los privilegiados por vivir en Andalucía.
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