En los Estados
Unidos, un país en el que desde su nacimiento se encomendó a los ciudadanos la
responsabilidad de elegir a sus gobernantes, todos los estrategas políticos
tienen en cuenta el efecto arrastre al planificar la campaña electoral.
Allí lo llaman
“the bandwagon effect”, que alude a una
estratagema del inicio de los mítines electorales abiertos al público, como
paso complementario a los “caucus”, la primitiva confabulación de influyentes notables,
raíz de las burocracias partidarias.
Por la innata
habilidad de los norteamericanos de transformar en espectáculo toda actividad pública,
los candidatos a ser electos contrataron bandas (bands) de músicos, malabaristas y
cantantes para que, subidos en una carreta, (wagon), se dirigieran tocando sus
instrumentos hacia el lugar del mítin.
Comprobaron
que la idea había sido buena cuando los espectadores comenzaron a subirse a la
carreta de la banda y a seguir su camino hasta la plataforma fijada para que el
candidato les pidiera el voto.
El efecto
arrastre o “Bandwagon effect” es particularmente eficaz en las primarias
interpartidarias para escoger al que se enfrentará a los candidatos de otros
partidos en la elección definitiva.
Esos
candidatos a competir en la elección final contra adversarios de otros partidos
comparten el mismo objetivo ideológico y un programa estratégico común.
También en la
elección definitiva influye el efecto arrastre pero, fundamentalmente, para que
los indecisos del partido acudan a las urnas, en lugar de abstenerse.
Dos pasos debe
superar el candidato a ocupar un puesto público por elección popular: ser
designado representante por su partido y, una vez logrado, superar en votos a
los candidatos de los demás partidos.
En Estados
Unidos, los votantes deben registrarse como afiliados a uno de los partidos que
buscan el triunfo final para, en elecciones internas conocidas por primarias,
contar con un apoyo de afiliados superior al de los otros correligionarios contendientes.
Una vez
lograda la designación o nominación, tiene que derrotar a los aspirantes de los
demás partidos, designados candidatos por un procedimiento similar.
Es más
complicado y difícil lograr la designación partidaria que el triunfo electoral
frente a un oponente ideológico porque los afiliados o simpatizantes a la
nominación están de acuerdo en el objetivo final de lograr la victoria
definitiva, pero discrepan en la personalidad, idoneidad y capacidad de los aspirantes
varios aspirantes del partido.
En la votación
definitiva, sin embargo, todos los afiliados y simpatizantes del partido se
supone que comparten un objetivo común: derrotar a los adversarios de los otros
partidos.
Les basta para
ello con movilizar a sus propios militantes y simpatizantes y conseguir más
adhesiones de los indecisos, no afiliados o neutrales que el candidato del
partido contrario.
¿Y en España?
De forma más o menos encubierta, los candidatos de todos los partidos son
designados por las burocracias partidarias y, si alguna de ellas simula que
cede a la celebración de primarias, ignora y anula el resultado si el electo no
les satisface.
Y es que ésta
España nuestra es un decorado de 505.000 kilómetros
cuadrados en el que el drama lo representan actores a los que les gustaría
representar personajes de otras obras, declaman guiones que se desarrollan en
una dictadura plural disfrazada de democracia general y se saben mejor el
personaje de otro compañero de la troupe que el que el director les ha
asignado.
En definitiva,
un cachondeo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario