martes, 31 de marzo de 2015

ELECCIONES: EL EFECTO ARRASTRE.



En los Estados Unidos, un país en el que desde su nacimiento se encomendó a los ciudadanos la responsabilidad de elegir a sus gobernantes, todos los estrategas políticos tienen en cuenta el efecto arrastre al planificar la campaña electoral.
Allí lo llaman “the bandwagon effect”,  que alude a una estratagema del inicio de los mítines electorales abiertos al público, como paso complementario a los “caucus”, la primitiva confabulación de influyentes notables, raíz de las burocracias partidarias.
Por la innata habilidad de los norteamericanos de transformar en espectáculo toda actividad pública, los candidatos a ser electos contrataron  bandas (bands) de músicos, malabaristas y cantantes para que, subidos en una carreta, (wagon), se dirigieran tocando sus instrumentos hacia el lugar del mítin.
Comprobaron que la idea había sido buena cuando los espectadores comenzaron a subirse a la carreta de la banda y a seguir su camino hasta la plataforma fijada para que el candidato les pidiera el voto.
El efecto arrastre o “Bandwagon effect” es particularmente eficaz en las primarias interpartidarias para escoger al que se enfrentará a los candidatos de otros partidos en la elección definitiva.
Esos candidatos a competir en la elección final contra adversarios de otros partidos comparten el mismo objetivo ideológico y un programa estratégico común.
También en la elección definitiva influye el efecto arrastre pero, fundamentalmente, para que los indecisos del partido acudan a las urnas, en lugar de abstenerse.
Dos pasos debe superar el candidato a ocupar un puesto público por elección popular: ser designado representante por su partido y, una vez logrado, superar en votos a los candidatos de los demás partidos.
En Estados Unidos, los votantes deben registrarse como afiliados a uno de los partidos que buscan el triunfo final para, en elecciones internas conocidas por primarias, contar con un apoyo de afiliados superior al de los otros correligionarios contendientes.
Una vez lograda la designación o nominación, tiene que derrotar a los aspirantes de los demás partidos, designados candidatos por un procedimiento similar.
Es más complicado y difícil lograr la designación partidaria que el triunfo electoral frente a un oponente ideológico porque los afiliados o simpatizantes a la nominación están de acuerdo en el objetivo final de lograr la victoria definitiva, pero discrepan en la personalidad, idoneidad y capacidad de los aspirantes varios aspirantes del partido.
En la votación definitiva, sin embargo, todos los afiliados y simpatizantes del partido se supone que comparten un objetivo común: derrotar a los adversarios de los otros partidos.
Les basta para ello con movilizar a sus propios militantes y simpatizantes y conseguir más adhesiones de los indecisos, no afiliados o neutrales que el candidato del partido contrario.
¿Y en España? De forma más o menos encubierta, los candidatos de todos los partidos son designados por las burocracias partidarias y, si alguna de ellas simula que cede a la celebración de primarias, ignora y anula el resultado si el electo no les satisface.
Y es que ésta España nuestra es un decorado de 505.000 kilómetros cuadrados en el que el drama lo representan actores a los que les gustaría representar personajes de otras obras, declaman guiones que se desarrollan en una dictadura plural disfrazada de democracia general y se saben mejor el personaje de otro compañero de la troupe que el que el director les ha asignado.
En definitiva, un cachondeo.

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