Durante años,
y todavía, el recorrido de los españoles para transitar desde un régimen de
responsabilidad política unipersonal a otro colectivo se consideró ejemplar para
otros pueblos que se vieran en las mismas circunstancias.
Con el paso
del tiempo, y 37 años después de que entrara en vigor la Constitución que remató
la llamada Transición, se generalizan las dudas sobre el acierto del proceso de
cambio y la idoneidad de la constitución resultante.
O las
alabanzas generales a la transición española eran exageradas antes o son injustas
las críticas actuales a su idoneidad.
Queda una
tercera posibilidad intermedia: que la transición política española sirvió para
salir del paso en una situación extrema, pero es inadecuada una vez descartada
la amenaza que la propició: el temor cierto o imaginado de recurrir a la fuerza
lo que podría evitarse con un pacto insatisfactorio.
“Un ejército
de doctores”—había avisado ya el cordobés Averroes—“no basta para cambiar la
naturaleza de un error y hacer de él una verdad”
O fue un error
la ejemplaridad de la transición o lo es la supuesta inevitabilidad de liquidar
ahora la Constitución emanada la Transición, y arriesgarse a cambiarla por otra
que puede o no ser la más adecuada para el presente y el futuro.
Lo que se
intentó con la Transición de hace 40 años y lo que se pretende con la que se
propone ahora es lo mismo: adecuar el conjunto de leyes que enmarcan los hábitos de la población y
regulen su convivencia.
En 1975 se
trataba de que los ciudadanos, desde tiempo inmemorial y más en los últimos 40
años entrenados para obedecer lo que sus gobernantes les mandaran, decidieran
por sí mismos quien los mandaría y exigieran a los que se comprometían a
obedecer lo que les debería mandar.
Al régimen
anterior a 1975 se le denominaba dictadura y al de después de 1978 se le conoció
por democracia.
Simplificando,
la democracia consistió en que los que antes solo obedecían, pasaron a elegir a
los que deberían mandar, por lo que esa
reducción al mínimo del amplio concepto de “democracia” quedó rebajado a “elecciones”.
Tanto como un
error ideológico, la transición consistió en una trampa retórica: englobar en
una parte de la democracia (la votación) la totalidad del sistema (la responsabilidad
compartida de ciudadanos autosuficientes).
Los españoles,
que en ningún momento de su larga historia habían sido entrenados para sobrevivir
sin tutela de los poderosos, continuaron precisando la orientación, guía, subvenciones
y el amparo para que los poderosos los educaran, curaran, protegieran y les
dieran techo, pan y trabajo.
Los 37 años
transcurridos desde la transición, que culminó en la Constitución que les otorgó
la ficticia democracia nominal que ha continuado la eterna tutela de los
poderosos sobre los ciudadanos españoles, han sido años perdidos.
Como desde
siempre, los españoles siguen siendo menores de edad: necesitan que los curen,
alimenten, eduquen, alojen, subsidien y les den empleo los que manden, los que
a cambio les dicten lo que deben votar para seguir trabajando, comiendo, estudiando,
alojándose y divirtiéndose.
¿Merece la
pena sobrevivir por uno mismo, a cambio de la libertad y de sus riesgos?
Esa es la
cuestión.
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