2 y final- EL
FUGITIVO ÁPODO
Al rato me
devolvió la llamada. Había hablado (creo que con Ballesteros, director del
mando único para la lucha antiterrorista (MULA), que le dijo que el sin piernas
era habitual de las Herriko Tabernas etarras y que podría poseer alguna
información de utilidad.
A la mañana
siguiente, puntual como la muerte, volvió el fugitivo. Encargué a la secretaria
(a la que previamente había dado instrucciones para que el precio del pasaje no
pudiera reintegrarse a su titular si no usaba el billete) y, en su presencia, llamó
a la compañía aérea.
De la nueva
sesión de revelaciones de sus supuestos secretos no saqué nada por lo que,
convencido de que no me pagaban para una tarea por la que cobraban otros
profesionales, llamé al Embajador.
A Fernando
Rodríguez Porreiro, que era embajador de España, le conté el episodio y le
propuse, y aceptó, que le pasara el muerto a Antonio Martínez Teixidó, coronel
y posteriormente teniente general, consejero de Estado Mayor en la embajada
que, junto a los de marina, aviación y ejército de tierra, completaba el equipo
de consejeros militares.
Antonio era
gente decente y militar ejemplar al que, si llegabas a conocer, descartabas
todos los prejuicios con que se ha pretendido manchar a las fuerzas armadas.
---Pero yo no
puedo hacer eso, me replicó en cuanto le conté lo del ápodo y lo que había
acordado con el embajador.
--¿Qué no
puedes?—me extrañé--¿Por qué?
--Porque se
caería mi cobertura.
Su respuesta
marcó el momento cumbre de mis fantasías. Ya pertenecía a ese mundo tenebroso y
excitante de los espías, esos privilegiados de vida trepidante que la pierden
si los adversarios descubren que no es lo que parecen , sino alguien con la
misión de eliminarlos.
En definitiva,
que propuso y consiguió que Alonso, canciller del consulado, fuera el que
tratara con el espía fugitivo.
Así se hizo.
Yo tenía entonces un Volkswagen Dasher, de solo dos puertas. Alonso se sentó en
el asiento trasero, yo en el del
conductor y el fugitivo en el del acompañante.
Mientras ellos
negociaban, dábamos vueltas por Lisboa. En un momento determinado, cuando
rodábamos por los alrededores del palacio presidencial de Belem, el espía me
pidió que me acercara a la acera y parara un momento. Necesitaba mear y lo hizo
desde el asiento.
Pactaron lo
que tuvieran que pactar y acordaron lo que tuvieran que acordar. Mi
intervención en el asunto del fugitivo ápodo terminó con la micción del sin
piernas desde el asiento de mi coche.
Me dijeron
posteriormente los que remataron la aventura que les había dado información que
complementaba y confirmaba algunos datos que desconocían de episodios pasados.
Volví a verlo
un par de veces más, siempre en algún punto de la bulliciosa Plaza del Rossio,
encaramado en su silla de ruedas. El pasaje a Madeira no fue utilizado.
Esa fue,
seguramente, la más excitante parte de mi vida, en la que me sentí un Santiago
Lazo (James Bond) español.
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