“Y entonces Jesús
les habló en parábolas”, dice San Marcos y después sigue con lo de “había un
hombre que plantó una viña…” para que sus oyentes entendieran que el castigo a
los ingratos es un acto de justicia.
Y es que todos los
pueblos, en su etapa inicial de evolución, captan mejor lo que se les quiere
transmitir si se usan parábolas que si se emplean conceptos abstractos.
Como los españoles
estamos en esa fase inicial de aprendizaje del derecho y la responsabilidad
política, es conveniente explicarlo con una parábola, la del establecimiento
comercial:
Había una vez un
hombre que tuvo una idea: como la gente carecía de lo que frecuentemente
necesitaba, pondría una tienda para vendérselo. Averiguó y compró grandes
cantidades de lo que más buscaba la gente y, después, de todo lo que podría en
un futuro cercano o remoto comprar.
Alquiló un local
que permanentemente tuvo que ir ampliando y contrató un primer dependiente de
la multitud que poco después mostraban, aconsejaban, vendían y cobraban a los
clientes.
Desde el primer
día, impuso una regla a los que atenderían directamente al público: “el cliente
siempre tiene razón”.
Mientras el
fundador de la empresa dirigió directamente la tienda, el negoció marchaba como
un tiro. Pero después se dedicó más a ver por televisión al Real Madrid, a
pescar ballenas con caña, a ir a los toros y a otras actividades de la vida
birlonga y gradualmente, cedió la gestión a encargados.
Poco a poco, aquél
ejemplar supermercado fue involucionando hasta llegar a ser, más que una eficiente
tienda por departamentos americana, un quilombo chavista-madurerista.
Los dependientes
pasaron a llamarse políticos y los clientes contribuyentes. El lema “el cliente
siempre tiene razón” cambió al de “el dependiente-político sabe mejor que usted
lo que le interesa” y, como consecuencia, el primitivo progreso se transformó
en progresivo desmadre.
Un suponer: en la
planta sótano, dedicada a las satisfacciones sexuales, donde los clientes
siempre hallaban lo que buscaban para hasta sus más sofisticados caprichos,
ahora solo encontraban lo que a las meretrices les diera placer.
Y hasta aquí la
parábola de la próspera institución que en tiempos fue el Estado Español.
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