EL FUGITIVO
APODO - 1
(Me he
resistido, por pudor, a narrar en primera persona lo que me parecía que merecía
la pena ser contado. Pero, en el caso de la aventura del fugitivo ápodo,
saltarme esa regla es inevitable y, además, más cómodo. Es uno demasiado viejo para
hacer esfuerzos innecesarios).
Como todos los
días del año, también aquel domingo otoñal languidecía la populosa aldea de
Lisboa. El sol ya se había marchado hacia América y, como todos los
atardeceres, el siempre recatado Largo
da Rosa se aletargaba en su desierta soledad, sin vecinos ni perros.
Desde el
balcón corrido del Palacio da Rosa de paredes cárdeno rosadas y puertas verdes,
que destacaba como el único edificio del barrio sin desconchones, se
contemplaba la ciudad gris y descascarillada.
Ya había enviado
a la Central de la Agencia de Madrid los resultados, clasificación y
croniquilla de los partidos de fútbol dominicales, un servicio al que estaban
abonados clientes de España y América Latina, y me disponía a tomar el ascensor
para ir del segundo piso de oficinas al superior, mi residencia como Delegado.
Fue en ese
momento cuando sonó el teléfono. Llamaba Diego Carcedo, corresponsal en Lisboa
de Televisión Española.
--“Me
parece”—me dijo—que te he metido en un embolao, pero todavía estás a tiempo de
evitarlo si no contestas cuando llamen a la puerta.
Me dijo que un
tipo le había preguntado por la dirección de la Agencia EFE y se la había dado.
Volví al
balcón, picado por la curiosidad y, poco después llegó un taxi a la placita. El
taxista tocó el timbre de la puerta y me pidió que bajara.
Lo hice. El
pasajero era un sujeto mal trajeado, de mediana edad y, lo más llamativo, sin
piernas.
Me preguntó si
yo era el que se suponía que era y, satisfecho, me espetó que venía huyendo y
que tenía que contarme una cosa importante de ETA antes de que sus
perseguidores se lo impidieran.
El taxista
bajó del portaequipajes una silla de ruedas plegada, la desplegó, el ápodo se
acomodó en ella, lo subí por el ascensor hasta el piso de oficinas y empezó su
historia.
Mi interés en
escuchar lo que tuviera que decirme se acrecentaba porque, por aquellos días,
toda la policía española estaba enfrascada en la búsqueda del empresario
Revilla, secuestrado por ETA.
Me propuso
que, a cambio de un pasaje aéreo hasta Madeira, desde donde continuaría hacia
América su fuga de los etarras que lo perseguían, me proporcionaría información
que podría ayudar a liberar al secuestrado.
Hasta al
individuo con menos olfato le hubiera olido a chamusquina el asunto pero, peor que ser víctima de un timo, habría sido
descartar la remota posibilidad de perder una primicia periodística.
El personaje
llegó hambriento y sediento. Pedí que le bajaran un bocadillo y una cerveza y llego
con el pedido Piedade, la asistenta interna en mi casa. Aguardó apartada a que
terminara su merienda y, según supe luego por instrucciones de mi mujer y de la
de Paco Rubio Figueroa, el redactor adjunto al director de la delegación, le retiró
el servicio tomando cuidadosamente el vaso con una servillerta.
(Después
confesaron que, contagiadas por la suspicacia que levantaba el sin piernas,
guardaron el vaso en el que había bebido ¡para conservar sus huellas digitales!
Despedí al
fugitivo hasta el día siguiente, prometiéndole que consultaría a la Dirección de
Madrid para que me autorizara el gasto del pasaje que había pedido.
En cuanto
desapareció en el taxi que llamamos, telefoneé a Madrid. Y hablé con Jorge del
Corral, al que ese fin de semana le tocaba responsabilizarse de la marcha de la
Central.(Sigue mañana).
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