LA MUERTE DEL
LEON
Anda desde hace
días de boca en boca y de periódico en televisión la inesperada muerte gloriosa
de un viejo león, reducido desde hacía años a engañar a los turistas haciéndoles
creer que todavía era lo que desde hacía tiempo habías dejado de ser.
A “Cecil”, el
viejo león de Zimbabwe, lo mató la flecha del dentista de Bloomington Walter
James Palmer, previo pago de 50.000 dólares a las autoridades locales por
permitirle abatirlo.
Cecil murió
como un león de verdad aunque hacía ya años que había dejado de serlo. Desde
que le implantaron bajo la piel que tapaba su melena un chip electrónico para
que la gloriosa libertad de los de su raza quedara en libertad vigilada.
La libertad de
Cecil era falsa, tan postiza como el riesgo de cazarlo del que después podría
alardear el dentista.
Ya no hay leones
que como el Camborio anden por el monte solos, ni cazadores que arriesguen su
vida al matar para comer.
Cecil, el único
honrado de ésta historieta de pillos y tunantes, de falsificadores de mitos y
de heroísmos con póliza de seguros es el bueno del lance chusco del episodio de
las sabanas de Zimbabwe.
El león, el único
que ignoraba que la escenificación de su muerte había sido predeterminada, murió
no como el león electrónicamente controlado en que lo habían convertido sino
como él león libre que creía ser.
Todos los que
intervinieron en su muerte sabían que mataban a un símbolo de la libertad desde
hace tiempo muerto.
Cecil, el león
que ignoraba que había perdido desde hace tiempo su libertad, pudo morir sintiéndose
libre al pagar con su vida un lance desfavorable de la caza.
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