Mientras no se
demuestre lo contrario, el que manda sabe más que el que obedece y puede que la
verdad del porquero lo fuera tanto como la de Agamenón, pero necesariamente
serían pocas veces coincidentes.
El porquero
sabría que si el cochino necesitaba tener el agua cerca del comedero no estaba
capacitado para la transhumancia, pero Agamenón había echado cuentas y
comprobado que, si lo engordaba por encima de las nueve arrobas, perdía y no
ganaba en el negocio.
Sus
conocimientos diferentes pero complementarios colocaron a cada uno en el
escalón social que les correspondía para que, sumados, la sociedad avanzara por
la interminable senda del progreso.
Por eso, y
aunque en teoría todos los hombre seamos iguales, no hay dos que ejecuten las
misma función con idéntica eficacia.
De vez en
cuando, en situaciones en que por aburrimiento con la rutina establecida o
porque un ramalazo de enajenación colectiva enloquce a la humanidad y la incita
a creer que cualquier cambio será mejor que mantener el orden social como está,
estallan las revoluciones.
Y entonces la
humanidad, o la parte de ella afectada por esa locura transitoria, echa a andar
la revolución: ponen a Agamenón a cuidar de los cochinos y a su porquero a
negociar con los mataderos y con los fabricantes de piensos.
¿Y cuanto dura
eso de que una señora que sabe mear en la calle gestione las relaciones con la
prensa de un ayuntamiento o hagan alcalde a algún guasón chirigotero?
Lo que tarden
sus sucesores en volver a usar los retretes y a presidir desde el sillón del
palco presidencial los desfiles carnavaleros.
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