martes, 28 de julio de 2015

LAS REVOLUCIONES



Mientras no se demuestre lo contrario, el que manda sabe más que el que obedece y puede que la verdad del porquero lo fuera tanto como la de Agamenón, pero necesariamente serían pocas veces coincidentes.
El porquero sabría que si el cochino necesitaba tener el agua cerca del comedero no estaba capacitado para la transhumancia, pero Agamenón había echado cuentas y comprobado que, si lo engordaba por encima de las nueve arrobas, perdía y no ganaba en el negocio.
Sus conocimientos diferentes pero complementarios colocaron a cada uno en el escalón social que les correspondía para que, sumados, la sociedad avanzara por la interminable senda del progreso.
Por eso, y aunque en teoría todos los hombre seamos iguales, no hay dos que ejecuten las misma función con idéntica eficacia.
De vez en cuando, en situaciones en que por aburrimiento con la rutina establecida o porque un ramalazo de enajenación colectiva enloquce a la humanidad y la incita a creer que cualquier cambio será mejor que mantener el orden social como está, estallan las revoluciones.
Y entonces la humanidad, o la parte de ella afectada por esa locura transitoria, echa a andar la revolución: ponen a Agamenón a cuidar de los cochinos y a su porquero a negociar con los mataderos y con los fabricantes de piensos.
¿Y cuanto dura eso de que una señora que sabe mear en la calle gestione las relaciones con la prensa de un ayuntamiento o hagan alcalde a algún guasón chirigotero?
Lo que tarden sus sucesores en volver a usar los retretes y a presidir desde el sillón del palco presidencial los desfiles carnavaleros.

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