Si en sus
tiempos hubiera funcionado la televisión, Noé habría sido el más certero hombre
del tiempo. Nunca fallaría al pronosticar los períodos de lluvia.
¿Y para hablar
del calor? Contratarían a alguien de mi pueblo, Palma del Río.
Y es que el
conocimiento empírico, que se adquiere por experiencia propia, es más atinado
que el teórico, “que permite descubrir en el objeto de investigación las
relaciones esenciales y las cualidades fundamentales, no detectables de manera
sensoperceptual”. (Google dixit)
Hablando en
plata, que el conocimiento teórico es acertado si el pronóstico se cumple pero,
si falla, hay infinitos factores para explicar el error.
El calor, o la
calor si es insoportable y se feminiza el fenómeno para denigrarlo en un rasgo
de machismo, los teóricos lo miden en grados Celsius en todas partes, menos en
Estados Unidos que, como son americanos, lo hacen en grados Fahrenheit.
En Palma del Río,
por conocimiento empírico, se sabe que, muy poco después de maldecir el frío llega
el calor y, casi sin darse uno cuenta, le cae encima la calor, ese vapor viscoso
casi sólido que acentúa la natural indolencia.
Para
sobrevivir a la calor y al frío, curiosamente, los de Palma del Rio usan la
misma fórmula: no salir de casa. En verano, por los revividores alientos de
ventiladores y aires acondicionados y, en invierno, confortados por la cálida
caricia de las bombas de calor y los calefactores.
Si algún
insensato rompe esa regla y asoma la nariz fuera del recinto seguro de su
vivienda, comprueba que no ha merecido la pena correr el temerario riesgo: las
calles siguen desiertas tanto en verano como en invierno y los edificios tan inmutables
en invierno como en verano.
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