Hay
reivindicaciones del Condado de Barcelona que, en su tozudo engreimiento para
pasar de la insignificancia que fue a la excelencia a que aspira, deberían
concedérsele.
La contramedida
más eficaz para la aburrida sarta de disparates con que un tonto puede atontar
al prudente que lo escuche es aceptar lo que diga.
Que ningún
español vuelva, por favor, a discutirle a los catalanes que Miguel de Cervantes
es catalán.
Es más, el autor
del Quijote nació en el Canigó, la montaña sagrada de los catalanes ante la que
el cura, exorcista ,vidente y capellán-limosnero del Marqués de Comillas, Jacinto
Verdaguer, se transfiguró en poeta.
Hay un
argumento decisivo a favor del origen de Cervantes: ningún ser humano que no sea
catalán puede ser tan pesado como para escribir un pestiño tan indigesto como el
Quijote.
Lo mismo puede
decirse de la reclamación catalana sobre el origen de Santa Teresa de Jesús, una
especie de versión antigua de la moderna Pilar Róala que, como la santa experimentaba
raptos místicos, es transportada a veces por arrobamientos incontrolados.
Lo de reivindicar
como propios méritos ajenos es definitorio en el carácter catalán: alardean de
laboriosidad aunque los que más trabajen sean los charnegos.
Reclaman como
consustancial al carácter de Cataluña la iniciativa empresarial de los catalanes
pero el exponente del éxito catalán en el mundo de los negocios nació en el pueblo
sevillano de El Pedroso.
Es una relación
cimentada en tantas contradicciones aparentes que más les valdría a Cataluña y
España eternizarla. ¿A qué huésped más suculento que España podría parasitar Cataluña?
¿Qué parásito tan hiperactivo como Cataluña podría despertar la modorra
española?
Y, si los catalanes
no se quejaran de los españoles y los españoles de los catalanes, ¿a quien íbamos
a culpar de la incapacidad de ambos pueblos para sacar sus países adelante?
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