Uno, que nunca
ha sido demócrata, tiene tanto derecho a hablar de democracia como el ingeniero
aeronáutico que nunca haya montado en avión lo tiene a diseñar aviones.
Por eso, tanto
puede escribir sobre España el político que la pilote como el pasivo pasajero
que se beneficie o padezca la pericia o de la inepcia del piloto.
Hablemos, pues
de España, tan eterna que se creía que ni
el más voraz de los depredadores, el español, sería capaz de acabar con ella.
Ahora andan atareados
los depredadores, que en tiempos anteponían el “Viva Rusia” al “Viva España”,
con una estratagema diferente: trocearla para que, progresivamente mutiladas
sus partes, desaparezca el conjunto.
España se
esfumará de la Historia como lo hizo Etruria, aquélla civilización que urbanizó
y fundó la Roma que se apropió de su gloria.
La
desaparición de España ni siquiera merecerá que la futura Historia la mencione
porque carecerá de la espectacularidad épica que seduce a los historiadores: el
descubrimiento de América, la Revolución de Octubre o la Rendición de Japón.
España
desaparecerá sin grandeza, como consecuencia de simples decisiones rutinarias
adoptadas democráticamente por el más vulgar de los procedimientos, las
elecciones.
Lo que
forjaron audaces bandoleros como Viriato, El Cid, El Empecinado o Franco lo
desharán los porcentajes de un resultado electoral. Sin nombres, sin villanos
ni héroes.
Rutinaria,
pacífica, democráticamente.
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