Solo el avaro
avejentado, desaliñado y enfebrecido de placer mientras acaricia al contarlos sus
centenarios de oro es feliz por tener dinero, porque sus columnas de monedas se
levanten sin parar.
Para los que el
dinero sea un bien de trueque, tener mucho le permite cambiarlo por bienes de consumo,
servicios y caprichos que hagan más placentera la engorrosa tarea de vivir.
A esas personas
normales, el dinero les da seguridad de que, en imprevistas situaciones de necesidad,
podrán cambiar sus billetes o monedas guardados para acceder a los
satisfactores que necesite.
Por eso, el
que tiene dinero prioriza tenerlo a buen recaudo por encima de emplearlo para aumentar
su fortuna.
En situaciones
normales el que tiene dinero suele depositarlo en un banco que, además de custodiarlo
con menos riesgos que en el propio domicilio, suele pagar un porcentaje por
negociarlo mientras lo guarda.
Pero, ¿y si
los gobiernos encargados de garantizar la seguridad que los bancos ofrecen,
titubean al anunciar planes que podrían poner en peligro la seguridad de que el
ahorrador dejará de disponer libremente de sus ahorros?
Llega a la conclusión
de que la disponibilidad de sus fondos está más garantizada en su casa que en
el banco.
Lo que pasó en
Grecia y antes en otros países, en los que los ahorradores retiraron sus depósitos
bancarios antes de que la amenaza del gobierno de modificar las condiciones en
las que fueron depositados cambien para alterar su disponibilidad.
Si un probable
gobierno futuro anuncia medidas que modificarán las condiciones bajo las que los
fondos fueron depositados en los bancos, dejarlos en ellos no es temeridad. Es
insensatez.
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