Este tiempo por
el que estamos atravesando los españoles es el habitual en España desde que el invicto Caudillo
dejó de mandarnos lo que teníamos que hacer, decir, pensar o callar.
Lo único que ha
cambiado es que, en vez de un solo Caudillo, ahora nos lo mandan aprendices de caudillo, sin
capacidad de caudillaje.
En las campañas
electorales, todos los aspirantes a caudillos entran en un frenético paroxismo
de simulación de lo que no son, al prometer lo que saben que no pueden cumplir.
Juegan a redentores
de los demás para redimirse a sí mismos y a la caterva de parásitos que esperan
engordar con los desperdicios del festín del amo.
Es ésta España
un constante festival teatrero con tres o cuatro aspirantes a primer actor,
varios miles de comparsas para hacer bulto y un patio de butacas con millones
de apasionados espectadores que siguen al pié de letra las instrucciones para
aplaudir o abuchear del jefe de cada claque.
El pueblo
español, desde sus butacas, está entrenado secularmente para desempeñar su cometido:
los españoles siempre fueron espectadores de la farsa y nunca protagonistas.
Eso sí: pagaron
la entrada que después de la función se repartieron empresarios, primeros
actores, las chicas del coro, el villano de la farsa, los tramoyistas, el
apuntador y, naturalmente, los críticos que después publicaron que la comedia había
sido genial.
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