El pico de la
montaña no flota sobre la niebla, aunque eso parezca.
Invisibles,
laderas cada vez más empinadas que arrancan en las profundiades del valle se
fueron verticalizando hasta encumbrarse sobre el gollete neblado.
El pico del
monte de la independencia catalana, que constante y discretamente lleva siglos
empinándose, es hoy Carles Puigdemont, al que han designado para que culmine lo
que unos empezaron y otros no fueron capaces de impedir.
Nace Cataluña
y muere España, que la llevó en su seno durante un embarazo de cinco siglos,
plagado de síntomas abortivos.
Cataluña
empezó su nacimiento definitivo al mismo tiempo que España se empecinó en su
suicidio penitencial:
En 1975, al
enviudar de un general al que todos odiaban en cuanto dejaron de temerle, se
amancebó con La Transición, una fantasía asexual que prometía la felicidad si
se hacía lo contrario de lo que habían hecho bajo el general.
Se sustituyó
la España UNA del general por 17 regiones y dos ciudades autónomas, cada una de
ellas dotadas del germen de la singulardad protoindependentista.
Se multiplicó
por 17 el gasto, la burocracia y las ambiciones políticas del Estado y una ley
electoral suicida invitó a partidos independentistas a prestar apoyo político a
partidos nacionales en apuros, a cambio de cesiones soberanistas.
El mimetismo
contagió a todas las regiones españolas para reclamar la autonomía concedida a
vascos y catalanes durante la calamitosa república, y el fraccionamiento de
objetivos e intereses minó la cohesión del pais.
Se acabó España,
pero ha terminado democráticamente. Su final democrático absuelve su larga
existencia dictatorial. Que sirva de ejemplo a otros pueblos.
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