Hay palabras como
proceloso que, sin que se sepa por qué, provocan una fascinación en quien las oye
o lee por primera vez, y que perdura a lo largo de la vida, por muy larga que
la vida sea.
Es el caso de
proceloso-a, que descubrí en mi preadolescencia al leer una novela exótica, “Pequeñeces”,
del Padre Mariana.
Es exótico lo
que se refiere a algo ajeno y misterioso, como la burguesía confortable y
convencionalmente transgresora de mediados del siglo XIX para un niño de la postguerra
española de mediados del siglo XX, en la que encontrar cada día el alimento básico
era una aventura incierta.
Un suponer: es tan
exótico el Nueva York rascacielero para un papú de la selva novaguineana como lo
es la cabaña novaguineana de hojas de palma para un rascacielero neoyorquino.
Y es que
proceloso se emplea para describir un mar agitado, turbulento, en el que las gigantescas
olas encubren escollos traicioneros y arrecifes asesinos.
Un peligro que
en mi Palma del Río natal, alejada más de 180 kilómetros del
mar más cercano, era inimaginable.
Ahora, en mi
caduca vejez, el mar sigue tan alejado como en mi niñez, pero hay un simil de
ese mar tenebroso y traidor que amenaza a esta España, aun a la de la meseta
manchega: el de la política.
Hay dos clases
de pilotos para sortear los escollos traicioneros de ese mar proceloso: los audaces
que como Pedro Sanchez arriesgan la seguridad del barco para llegar a puerto y
los timoratos que, como Mariano Rajoy, pierden tanto tiempo sondeando los
fondos para no encallar que, si llegan a tierra firme, lo harán a destiempo.
“….Y el no llegar
da pavor/pues indica que mal tasas./más ay de tí si te pasas/ si te pasas,es
peor” (Pedro Muñoz Seca, al que los compinches de Pedro Sánchez quieren quitarle
la calle madrileña a la que pusieron su nombre).
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