Si un español
piensa en el cielo, ¿en qué piensa?
A) En el espacio
infinito por el que circulan nubes, pájaros, aviones, estrellas y planetas.
B) En ese
hipotético paraiso carente de todo lo malo y sobrado de todo lo bueno, al que
los justos irán después de muertos.
El inglés reduce
el apartado A al skay y destina el B al heaven, que es la gloria también
representada por el paraiso anterior a que Eva mordiera la manzana.
Hay algo muy
parecido al heaven inglés y a la gloria española al que algunos afortunados
podemos ir sin necesidad de habernos muerto previamemnte.
Ese lugar es la
Dehesa del Castril, una finca enclavada en la Sierra Morena, a pocos kilómetros
de La Puebla de Los Infantes, cuyo propietario Sixto Martínez Rastrojo, de cuya
amistad me honro, la cuida para que sus amigos la disfrutemos.
Andan éstos días
por alli los amigos de Sixto que, como cada año, se reunen y arranchan con el
pretexto de cazar con reclamo la perdiz.
Bicho curioso
ese bicho. Durante un par de semanas o tres, cuando se le despierta la lujuria
y su obligación de reproducirse se despereza, agudiza su instinto territorial y
busca y dá pelea a todo macho cuyo reclamo le resuelte extraño en el terreno
que siente como suyo.
Se conoce esa
corta época como “el celo”, que si los machos de perdiz emplean en retar a los
que quieren quitarle la novia, los amigos de Sixto la aprovechan para, con el
pretexto de cazar, arrancharse y librarse de la condena insana del aseo diario.
El cazador de
perdiz con reclamo es más fantasioso que cualquier otro fantasioso cazador, y
lo demuestra ponderando las virtudes de su macho favorito con las del griego Hércules.
Cuando fracasa
su intento de cobrar pieza, la culpa tampoco es del cazador sino del “campo”,
la víctima que no se dejó victimizar, o del reclamo que “no abrió el pico”
porque es un mochuelo, el más cruel insulto para un macho de perdiz enjaulado.
No todos los que
allí nos reunimos cazamos el pájaro: Juan Manuel Ojeda busca y encuentra
espárragos trepando cerros y vadeando arroyos y Sixto cuelga la jaula
disciplinadamente y aguarda como un buda orondo hasta levantar el puesto
sin pegar un tiro.
Yo me siento en
el porche y miro el charco del pantano de Terán a mi frente, las oscuras
colinas que lo respaldan y oigo la acuciante llamadca del cárabo, el alboroto
de los gorriones o el ladrido confuso de un perro remoto.
El único que
trae caza para la olla es Juan Carlos, que no sólo sabe donde encontrar
perdices, conejos, ciervos o jabalíes, sino que seguramente lo obedecen para ir
a donde él les haya mandado ir.
Ese es el
paraíso, el cielo y la gloria en el que Sixto y sus amigos pasamos cada año,
cuando la primavera llega huyendo del invierno, unos días y noches hablando y oyendo hablar de perdices,
reclamos, piñoneos y pájaros que dan de pié.
La dehesa del
Castril, que empieza donde las aguas del Pantano de Torán se topan con la
hierba tierna y termina kilómetro y pico tierra adentro, es una permanente
sucesión de amables cerros cubiertos de jugosas praderas, recias
encinas, primitivos
acebuches y olorosas jaras.
.
(Fotos: J.M.
Ojeda)
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