Vamos a ver si
somos capaces de decir lo que pensamos: esto de la política es un sucedáneo
amariconado de la pelea a palos en la que los antiguos que querían mandar le
quitaban el mando a los que estaban mandando.
Como el bla bla
y el chui chui dialécticos son aburridamente repetitivos en éstos
políticos porque los ejercicios de
oratoria están excluidos en la educación que reciben, el debate de investidura
es un monótono croar de sapos.
Excpto en uno
de ellos que, como sabe usar la sana ironía y el comedido sarcasmo, parecía de
visita en un cónclave reunido para echarlo de entre tanta vulgaridad, por ser
el único que no era vulgar.
Me refiero, lo
digo citándolo por su nombre para que no haya engaño, a Mariano Rajoy, víctima
invitada para que los demás tertulianos le dijeran a la cara que allí no
pintaba nada porque no era igual que ellos.
Y no lo es
porque, por lo menos, no le hizo perder el tiempo al rey engañándolo, como lo
engañó el apuesto y cabeza hueca socialista Pedro Sánchez, haciéndole creer que
tenía apoyos suficientes para hacer realidad su sueño fantático de llegar a
Presidente del Gobierno.
Y, ¿por qué
engañó al rey Sanchez?
Porque, como
representante de unos ilusos que sueñan con la imposible igualdad, quiere ser
más que los demás: ya sea presidente del gobierno de España, Menomotape de
Zimbabue o Tetrarca de Judea.
Pobre Pedro
Sánchez, tan desgraciado porque no le gusta ser lo que es y no lo dejan ser lo
que le gustaría ser: cualquier cosa diferente y de más rango que lo que ahora
está condenado a ser.
“Oiga”—media un
espotáneo—“y que se dé con un canto en los dientes por haber llegado a ser
secretario general del partido socialista obrero español”.
Pues dígaselo y verá como hace como si no lo
hubiera oído.
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