Tengo un amigo
que, en un relámpago precoz de clarividencia, descubrió que su vida sería un un
estrepitoso fracaso por culpa del nombre que, en mala hora, le pusieron al
bautizarlo: Benedicto, que quiere decir “aquel del que se habla bien”.
Consecuente con
su descubrimiento, a su primer hijo le puso Atila (por el huno cuyo caballo
impedía que naciera hierba donde hubiera pisado), a su segundo Adolfo, por el
energúmeno nazi que, cuando no le quedaba a nadie por matar, se mató a sí
mismo.
Y a una niña
que también tuvo, la bautizó como Mesalina, la mujer del emperador Claudio que
derrotó a la más promiscua prostituta profesional de Roma en una competición para decidir cual de las dos servía de una tacada al mayor número de clientes.
Ayer, ya viejo
y felizmente incapaz de hacer cochinadas, añoró sus tiempos de fertilidad para
poder engendrar un nuevo vástago y bautizarlo con el nombre de Mariano.
Porque todos
los oradores en la sesión de investidura de Pedro Sánchez, que siguió
embelesado por televisión, coincidían en que Mariano Rajoy era más malo que un
rajón, peor que una indigestión después de tres meses y un día de ayuno, más
pernicioso que el pedrisco.
“Si yo pudiera
tener otro hijo”, se lamentó el viejo Benedicto, “le pondría Mariano para que
fuera más famoso por malo que yo desconocido por bueno”.
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