La Pepa, aquella
constitución española de 1812, sirvió para que los políticos comieran la papa
durante cinco años, en dos períodos bianuales y uno unianual.
De nuestra Pepa
actual llevan los políticos de ahora atiborrándose ininterrumpidamente desde
1978 y ya están tan ampachachados que quieren cambiar el menú.
Es natural que
estén, más que cansados, aburridos porque
dice que como todos somos iguales, a todos les corresponde plato único, como el
cocido en los remotos tiempos de penuria.
Pero como
aquellos tiempos en nada se parecen a éstos de abundancia, se puede y se debe aspirar a comer a la carta: que a cada uno le
sirvan lo que pida, como cada comensal pide lo que le apetece aunque todos
coincidan a la misma hora en el mismo restaurante.
¿Por qué en la
mesa de los valencianos, en la de los andaluces, los catalanes, los
gallegos, los canarios o lo extremeños
tienen que comer la misma paella?
¿No sería lógico
que los valencianos coman paella, pescaito frito los andaluces, butifarra los
catalanes, lacón con grelos los gallegos, gofio los canarios y caldereta de
cordero las extremeños?
Y, cuando a cada
uno de los parroquianos del restaurante les sobre dinero para meter al gobierno
en presidio, ¿por qué no van a poder exigir un menú típico y exclusivo de los
pueblos en que nació cada uno de ellos?
Llegará el día,
siempre demasiado tarde, en que los constituyentes se percaten de que, como el
hombre no se hizo para el sábado sino el sábado para el hombre, las
constituciones deben amoldarse a los ciudadanos y no los ciudadanos a las
constituciones.
Ese día, tan
inminente que ya ha llegado, valencianos, andaluces, catalanes, gallegos,
canarios y extremeños tendrán su propia constitución, que es el menú que
ofrezca lo que a cada uno de ellos les gusta porque lo aborrecen los demás.
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