Si quiere
alguien estar al día, que mire al pasado y, ya puestos a echar la vista atrás,
que retroceda hasta el siglo quinto antes de Cristo y escuche lo que decía
Sócrates, que ya para entonces era viejo: “el mayor misterio es el hombre”.
Esta mañana,
después de enterarme por los periódicos y las emisoras de radio de lo que
preocupa a los españoles, que al fin y al cabo son humanos, me percato de que Sócrates tenía más razón que
la pena traidora.
Y es que siguen
obnubilados desde que murió el que se suponía que tenía la obligación de no
morirse, con ese acertijo de averiguar quíen mandara, como si de eso dependiera
que se acatarre o lo incomoden los ardores de estómago.
¿Es que los
españoles no tienen (tenemos) capacidad para, como recomendaba Virgilio, centrarnos
en algo más sustancioso (“paulo maiora canamus”)?
Tan cerca en el
espacio y en el tiempo, debería haberrme dedicado a mirar por la ventana de mi
salón, para admirar en el patio contiguo, cómo las fucsias se adornan ya de
flores, las hojas de las aspidistras han cambiado a lustroso verde su
descolorido invernal o cómo esparce el oloroso aroma de sus tallos la
hierbabuena.
Pobre,
mezquino, torpe y miope español el español de hace ya demasiados años, que
distrae su preocupación en lo superfluo en lugar de centraerla en lo
permanente, la incansable perpetuación de la vida.
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