Ni justicia
social ni perendengues parecidos como la corrupción, la desigualdad o los
paraisos fiscales.
Lo que los
españoles necesitamos para ser felices es retroceder a los radiantes años de la
inocencia, en los que vivíamos tan placenteramente que ni siquiera sabíamos si
éramos desgraciados.
La felicidad,
por si alguien no se ha dado cuenta todavía, es un estado de ánimo tan peculiar
que a veces es feliz el que no sufre la
desgracia ajena o se amarga porque su infortunio no acongoja a su semejante.
Así que, como
cada cual es feliz o desgraciado a su manera, alcanzar un sueño imposible puede
ser un antídoto tan eficaz para su desgracia como evocar los recuerdos en los
que la inocencia espantaba las sombras de una realidad triste.
Uno vió a niños
de su edad rebuscando desperdicios para apaciguar su hambre en los cubos de la
basura, y le parecía natural la
procesión de hombres con blusa y calzón de patén que, con una cajita blanca
bajo el brazo, se encaminaban al cementerio.
Con aquellas
imágenes tenebrosas se mezclan los versos y la musica de la Topolino Radio
Orquesta (“arriba en la montaña tengo un nido/que nadie ha sabido como es/está
tan cerca el cielo que parece/ que ha sido construida dentro de él”).
¿Soy ahora
desgraciado al evocar a aquellos lúgubres padres con sus cajitas bajo el brazo?
¿Soy feliz al
tararear los ingenuos versos de la casita de papel?
Desde luego, en
mi memoria están grabados de forma más indeleble que los que me dejen, si me
dejan rastro, las truhanerías y travesuras de la inevitable campaña electoral
que nos amenaza.
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