Hasta hace
diez o doce días, servidor creía que era relativamente conocido en mi pueblo.
Pero desde
hace algo más de una semana he comprobado que nadie me conoce en mi Palma del
Río.
¿Y por qué ese
cambio?
Pues porque,
soterradamente al principio y después de forma abierta, se corrió la voz de que
me había tocado alguna de las múltiples loterías con las que la ambición
embauca a los incautos.
Hasta desde
Cádiz y Sevilla llegaron las llamadas telefónicas sondeando veladamente la
veracidad del rumor.
Las cantidades
variaban entre 90.000 y 190 millones (ojalá) de euros.
No era posible
que el rumor fuera cierto. Yo lo sabía
porque se trataba de algo que uno mismo conoce mejor que nadie y porque
hace algo así como medio año que no fío a la suerte mi fortuna (de hecho desde
la ritual lotería de Navidad).
Pero la
anécdota me ha servido para convencerme de que es diferente ser conocido de que te conozcan..
Si me conocieran
por algo más que por mi oronda figura y por mi desaliño indumentario sabrian
que habría sido imposible que me callara si me hubiera escogido precisamente a
mí la fortuna que todos buscan y que a los demás rechaza.
Que me
guardara para mí solo el secreto de que me hubiera tocado la lotería es tan
imposible como que Don Juan Tenorio se diera el trabajo de seducir a una dama
para después ocultarle su triunfo a los que competían en la conquista.
Yo, que en eso
(solamente) soy bastante donjuanesco, habría tenido menos interes en que la
dichosa lotería me tocara que en anunciar a la concurrencia, desde el balcón de
la casa de hermana, que tenía dinero
para meter al gobierno en presidio.
“¿Para qué
quiero llorar/ si no tengo quien me oiga”?, se pregunta el cantaor de
sevillanas.
“¿Para que
quiero que me toque la lotería, si nadie me van a envidiar porque me ha
tocado?”, me pregunto yo.
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