¿Es el
hombre-a un álamo o como la hoja de un álamo?
Cuando yo nací
a mediados del siglo pasado el álamo y el hombre morían donde nacían y, si
acaso, solo se ausentaban para cumplir la mili si era varón, o para casarse e
irse a vivir al pueblo de al lado para instalarse en la casa de los padres del
forastero al que conoció en la feria, si era mujer.
Hoy es uno de
esos días de cada año en los que la gente moderna va de donde nace al sitio
donde no nació para, al cabo de unos días, añorar lo que en mala hora decidió
dejar.
Sin literatura
y entrando de frente y por derecho al turbio toro dialéctico en el que me he
metido:
Que media
población española se echa a la carretera para irse a donde habitualmente no
vive o para volver a donde vive habitualmente.
Los que
vuelvan lo harán hartos de mirar como alucinados las olas que se hinchan más o
menos lejos de la playa para reventar en en la playa misma y revolcar a los
incautos que se hayan dejado atropellar por ellas.
Y, los que van,
abandonarán la cómoda rutina de su residencia para tenerse que adaptar al baño,
el retrete, el televisor y el agua nunca tan fresquita como la de su propia
nevera, siempre lista para saciar la sed.
Eso de buscar
en paisajes exteriores la felicidad interior es un error, una ilusión vana contra la que
advirtió nada menos que Francisco de Quevedo :
“ nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar”.
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