Esa cosa tan
impacientemente esperada y tan lamentada al acabarse, como eran las ferias de
los pueblos, también se han ido con el tiempo tempestuoso de la evolución
social provocado por el ventilador de la tecnología.
Medio año vivían
mis coetáneos de mediados del siglo pasado esperando que llegara la feria y el
medio año restante recordando la feria pasada.
Una noche, como
la que llegará al ponerse el sol hoy, nadie que no hubiera ido a la feria podría
dormir por el ruido que de la feria llegaba, o porque el infernal calor sin
aire acondicionado no lo dejaba pasar de un letargo draculino.
Los mozos
esperaban las ferias como la ocasión propicia para pretender a las mozas, una
maniobra técnica que consistía en atreverse a dejar la compañía de otros mozos
con los que caminaba arriba y abajo por el paseo ferial, para ”arrimarse” a
alguna de las mozas que, con sus amigas, paseaba en sentido contrario.
Era ese el cómodo
sistema al que habían degenerado los prejuicios seculares de una sociedad mojigata,
para la que era más importante que la mujer pareciera casta que ser casta.
En aquellos
tiempos en los que de lo que no se hablaba no existía y al no existir no había
necesidad de preocuparse, las mozas permitían a regañadientes hablar en público
con un joven para conocerse vestidos antes de conocerse de verdad desnudos.
Era un camino
ceremonial indirecto para lograr un fin idéntico: aparearse para tener
descendencia.
Ahora el mundo,
hasta en mi Palma del Río innovadora para lo que le conviene a sus habitantes y
convencional para lo que no les interesa, ha vuelto al remoto pasado en el que
el ser humano tenía tan desarrollado el sentido del olfato que captataba los
efluvios corporales de la hembra receptiva y, eludiendo lo obvio, se ponía a la
tarea.
Como cuando
hombre y mujer no tapaban con ropas sus diferencias corporales, su relación de
pareja empieza ahora aparejándose.
Lo moderno
desde los tiempos más antiguos: toda teoría requiere comprobación práctica.
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