Esta humanidad
que es la suma de todos los seres humanos oscila, como cada individuo que la
integra, entre la audacia y la prudencia.
La primera
impulsa al hombre a aventurarse en mundos y experiencias que desconoce y, la
segunda, a sopesar hasta la parálisis los riesgos de perder lo que ya tiene
para intentar lo que no sabe si conseguirá.
“No quiero
coger la flor/ y me pinchen sus espinas/no quiero tener recuerdos/que me
persigan toda la vida”.
El que piense
como dice esa vieja canción asturiana renuncia a ser humano para permanecer siempre tan inmutable como una roca enterrada y a resguardo hasta de la erosión del viento.
Como la piedra,
el hombre que le teme a lo que desconoce prefiere ser roca a ser humano que,
por ser libre, está sujeto a la tentación de explorar lo que desconoce o a la
de renunciar a tener más porque prefiere conservar lo que ya es suyo.
A la curiosidad,
esa desazón que empuja al hombre a saber qué horizonte encontrará después del
horizonte que ahora contempla, debe la Humanidad el descubrimiento de nuevos
mundos hasta entonces desconocidos y a navegar por mares nunca antes navegados.
¿Es éste,
entonces un mundo de exploradores o de los que, como la piedra, se empecinan en
no moverse de donde están ni siquiera un centímetro?
De los dos, de
los aventureros a los que impulsa el ansia por conocer lo que todavía no
conocen y de los sedentarios, cuya misión es conservar lo que conocen como lo
conocen.
Los
descendientes de los aventureros poblarán el mundo por ellos descubierto en el
que los sedentarios descendientes de los exploradores permanezcan para
conservarlo, mientras que los aventureros de su generación se arriesguen en
busca de mundos todavía por descubrir.
Canjilones de
una noria son los hombres: unos cargados de agua para volcarla en el almatriche
y otros vacíos para que la corriente fluvial los vuelva a llenar.
Todos iguales,
pero diferentes.
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